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Campanas de tierra y cielo

La mentira de los desaparecidos

A propósito del 24 de Marzo

Fuente: Revista Cabildo 

Comentando los Mandamientos, Santo Tomás llega al octavo y nos explica que se puede mentir de tres modos diversos: acusando falsamente, acudiendo a testigos mentirosos y sentenciando injustamente mediante jueces inequitativos. Mienten los detractores que arrebatan el buen nombre, los que los escuchan complacientemente, los aduladores y murmuradores que se hacen eco de los embustes propagándolos por doquier, item susurratores, agrega el Aquinate, que es decir también los chismosos, a quienes maldice la Escritura porque “turban a muchos que viven en paz” (Eccli 28,15).

            Abundando en ciencia y en prudencia, el Santo Doctor considera cuatro motivos por los cuales ha de ser reprobada  toda patraña. Porque nos asemeja al demonio -mentiroso y padre de la mentira- ,porque trae la perdición para el alma, porque desprestigia la fama y la honra, y porque hace imposible la vida social, ya que si los hombres no se dicen la verdad recíprocamente, la concordia entre ellos desaparece, y con ella la causa formal del orden comunitario.

            Valga el introito para inteligir y evaluar el tema central que aquí presentamos. Porque la llamada cuestión de los desaparecidos no es sino una redonda y escandalosa impostura, a la que se le aplican todas y cada una de las atinadas observaciones de Santo Tomás.

-I-

Mentira Cuantitativa 

            Empieza por ser un fraude la cifra, puesto en evidencia con aritmética precisión, ya no en sesudos estudios críticos elaborados por quienes tienen legítimo interés en refutar la fábula, sino por los mismos fautores de la misma. Los autotitulados organismos defensores de los derechos humanos, desde la vernácula Conadep hasta el europeo Farhenheit, pasando por la descomedida Amnesty, jamás han calculado ese número sino otro que –en las más abultadas de las conjeturas- no llega a su tercera parte. Y autores como Richard Gillespie, que no pueden ser acusados de parcialidad favorable a las Fuerzas Armadas, editan libremente sus conclusiones al respecto, sin sobrepasar el veinticinco por ciento del mítico guarismo.

             No calculó 30 mil la actual Secretaría de Derechos Humanos, ni la Embajada de los Estados Unidos, ni la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, ni el Estado de Israel, cuando el 24 de septiembre de 2003 reconoció que los 2000 judíos desaparecidos conforman el 12% del total. Dato que revelaría, por un lado, que el total es entonces de 16.700, y por otro, que también en nuestro país funcionó el clásico maridaje entre el judaísmo y el marxismo.

            Hay otro cálculo, a cuya cruda veracidad asimismo se le huye. Y es aquel, según el cual,cada indemnización estatal por desaparecido pudo alcanzar la cifra de 244.000 dólares, repartidos entre deudos, abogados y agrupaciones derechohumanistas. Como sucedió en el caso del Sr. Hagelin, en tiempos de De la Rua, siendo beneficiado aquél con la suma de 702 mil dólares, graciosamente repartidos con el abogado Aníbal Ibarra. Es el negocio del holocausto, como lo llamara para análogo caso el israelita Norman Finkelstein en su libro homónimo.

            Imaginamos la objeción supuestamente humanitaria y nos aprestamos a responderla. Porque lo que aquí queda demostrado al certificarse la mendacidad de los dígitos, no es que treinta mil vidas valgan más que una, o que nueve mil homicidios sean menos graves que sus sucesivos múltiplos, sino que el marxismo miente a sabiendas, miente deliberada, pertinaz e impunemente, no sólo porque conoce el papel que juega el engaño en la guerra cultural, sino porque se tiene bien aprendida la estrategia de la imposición ideológica. Maniobra envolvente esta última, que necesita –para completar su enredo dialéctico y reduccionista- aquella malsana magia de la cifra de la que habla Sauvy, en virtud de la cual una vez sacralizada una algoritmia, la veneran sin hesitar los devotos del culto a la numerología, en clásica expresión de Sorokin. Tan útil resulta a las izquierdas este cuantitativo embuste, que el actual presidente Kirchner lo institucionalizó formal y públicamente, dirigiendo la palabra ante la mismísima ONU apenas asumido su mandato.  Lo  había hecho con anterioridad ya varias veces, pero la entidad del recinto que escuchaba su ceceoso alegato, le confiere a la indigna trufa del primer mandatario el carácter de una nueva historia oficial, huera de toda veracidad, como su antecesora liberal del siglo diecinueve.

            No se ha medido aun suficientemente la gravedad de aquellas declaraciones del juez Alfredo Humberto Meade –hechas públicas el 15 de noviembre de 2002- según las cuales, y sorprendido vivo cuando el libelo Nunca Más lo apuntaba como desaparecido, reconoció pimpante el oprobioso fraude, pues era su modo de homenajear a los caídos, según dijo. Desenmascarado quedaba el repugnante truco del marxismo, por enésima vez. A la vista de todos se enseñoreaba la falacia, sabiéndose positivamente que el caso del usía felón era uno entre centenares, o quizás entre miles. Fue vana la evidencia para una sociedad envilecida que se nutre de sofismas, y mucho más para los multimediáticos artífices de la tramoya. La cifra quedó intacta y ganó fuerza. Podrá negarse la trinidad de Dios, el triple seis de la Bestia, la obvia decena del Decálogo u otros sagrados  números. Quien niegue el invento de los treinta mil desaparecidos, sea anatema.

                                                                                            -II-

                                                                               Mentira cualitativa

            Fuera de su faz cuantitativa, la cuestión contiene otra estafa, ya no sobre el volumen de los desaparecidos sino sobre la naturaleza de los mismos.

            No se dirá de ellos nada que defina su condición de victimarios; nada que señale su militancia terrorista, su inserción en la ofensiva guerrillera, sus actividades subversivas, sus enrolamientos crapulosos en un aparato comunista internacional. Antes bien, los eufemismos están a la orden del día y se multiplican con la imaginación de los propagandistas de la izquierda. Sea la sentimental y plebeya denominación de chicos, la científica calificación de utopistas o la técnica señalización de disidentes, van y vienen las elipsis idiomáticas, al solo objeto de escamotear lo que debería ser el punto vertebral de dilucidación: si los que resultaron desaparecidos eran culpables o no de integrar un ejército irregular de partisanos alzados contra la Nación. Si cometían o no sus actos depredadores con el apoyo logístico e ideológico de por los menos dos Estados Terroristas, el Cubano y el Soviético.

            También aquí hemos de anticiparnos a una objeción previsible, y alzamos la voz firmemente para recordar que lo que diremos lo dijimos mientras ocurrían los hechos. Reos o inocentes no hay creaturas que merezcan el destino de desaparecidos; si lo último por razones manifiestas, si lo primero porque es legítimo el recurso a la pena de muerte, públicamente ejecutada y responsablemente decidida. Pero los subterfugios con que se adultera la identidad de los desaparecidos, no es para defender a los inocentes sino para reivindicar a los culpables. No para llorar a los inocuos sino para exculpar a los criminales.

            Como en semejante materia –como en todo- es lógico que el sentido común reclama un lugar aunque se lo expulse intencionadamente, no han faltado reconocidos terroristas que se han negado a los disfraces semánticos. Desde Página 12, el 17 de marzo de 1991, nada menos que Firmenich reconoció sentencioso: “habrá alguno que otro desaparecido que no tenía nada que ver, pero la inmensa mayoría eran militantes, [eran] hombres capaces de elegir su vida”, y de hacer lo que hicieron “con conciencia, con pasión”. “No hay derecho” –redondea el sicario- “a transformar en una estupidez todo eso”. La estupidez, traduzcámoslo, es querer hacernos creer que murieron por error, damnificados por la intrínseca crueldad castrense. La estupidez, insistamos, es obligarnos a deducir que de la inmoralidad del procedimiento por el que alguien es forzado a desaparecer, se sigue la inculpabilidad del mismo o lo que es peor, su necesaria glorificación.

            Ni fueron treinta mil, ni fueron necesariamente inocentes. Dos  verdades que es necesario repetir hasta escandalizar; dos mentiras -las que nieguen estos asertos- que es necesario desenmascarar.

                                                                                           -III-

                                                                               Mentira moral

            Queda una tercer ámbito de  analisis de esta delicada cuestión, ya no cuántico ni conceptual sino moral.

            Creyeron muchos al principio, que quienes reclamaban los cuerpos de sus parientes, lo hacían asistidos del comprensible dolor, contritos ante el drama, contestes en que la guerra –por feroz que resulte- no puede avasallar el derecho natural de enterrar a los muertos. La comparación con la helénica Antígona se imponía casi espontáneamente, y allí estaba la obra de Marechal –Antígona Vélez- para recordarnos que la tragedia de Sófocles, aplicada a la patria argentina, reclamaba una cruz para los caídos de un lado y del otro, conforme a nuestras mejores tradiciones.

            Pronto se supo –y quien no quiera saberlo hoy es un cómplice del mito rojo- que no era el rescate de cuerpos entrañables ni la erección de sepulcros con cruces, los móviles de aquellas feroces reclamantes. No era la voz de la heroína sofocleana que, en pleno paganismo, le impetraba evangélicamente al tirano Creonte, “no nací para compartir el odio sino el amor”. Era exactamente lo contrario. Era el grito soez de un odio destemplado y rencoroso, la manipulación del luto, internacionalmente financiado, el impiadoso uso de cadáveres que se arrojaban al rostro del enemigo como si fueran balas,la expresión inequívoca y explícita de que aquellas furias sólo querían continuar desatando la insurrección marxista. De cien maneras diversas, a cual más chabacana y gruesa, lo ha dicho la señora Bonafini en los últimos cinco lustros; y ha ido tan lejos en su monstruosa verborragia vindicativa, que no pocos de sus admiradores creyeron oportuno tomar alguna distancia pública. Excepto quien funge hoy de presidente, que se ha declarado su hijo.

            Madres, Abuelas, Hijos, y un sinfín de grupos solidaristas afines, responden a una estrategia perfectamente diseñada de instrumentación de la sensibilidad colectiva, cuyos subsidios suculentos han sido y son proporcionados por fundaciones capitalistas, amén del apoyo recibido por el mismísimo Departamento de Estado de los Estados Unidos, tal como lo reconoció -entre otros- Julio Santucho, en su libro Los últimos guevaristas. La cuestión de los desaparecidos entonces –así como la esgrimen quienes se arrogan su entera representatividad- está en las antípodas de encarnar el prevalecimiento del derecho natural. Contrario sensu,reivindica para sí una jurisprudencia cuyo norte no es la justicia sino la venganza ,no la ecuanimidad sino el encono, el revanchismo y el desquite inmisericordioso.  Es la suya la ley de la peor clase de iracundos: la de quienes no se aplacan ni perdonan ni olvidan, y viven sombríamente masticando su rabia, sus maldiciones y sus agravios, gozando con la destrucción de sus oponentes. Con razón San Pablo les decía a los Efesios “si se enojan no pequen”, porque no es lo mismo la santa ira que la cólera movida por los demonios.

                                                                           -IV-

                                                        La impostergable verdad

 Mentira cuantitativa, conceptual y moral ésta de los desaparecidos.

            Mentira –y vuélvase a las palabras de Santo Tomás con que empezamos- que cuenta para su afianzamiento con falsos acusadores y jueces facciosos, con arrebatadores profesionales del buen nombre y chismosos  de todo  jaez, con profesionales del ardid inescrupuloso solventados por Fundaciones norteamericanas y otras colaterales de la Revolución Permanente. Tal vez se entienda ahora –desde esta perspectiva teológica que nos ofrece el Doctor  Angélico- porqué la sociedad argentina vive en tensión y en discordia. Dificilmente se pueda vivir de otro modo cuando se le niega su lugar preemiente a la virtud de la veracidad.

            Ante tal estado de cosas es necesario salir al ruedo para llamar a los hechos y a las personas por sus nombres. De un modo nada complaciente, tanto para fustigar a los responsables de las desapariciones como para los encanallecidos embusteros que han hecho de ellas un dogma de fe. Defendiendo lo defendible –la guerra justa librada por las Fuerzas Armadas contra el marxismo- y condenando lo que la conciencia cristiana no puede sino reprobar. Abundando en detalles históricos que la amnesia intencional provocada por las izquierdas, hacen hoy imposibles de recordar.  Detalles, por ejemplo, como los que emergen de la jurisprudencia utilizada habitualmente para calificar a los militares de fautores de crímenes de lesa humanidad. Tanto de los pliegos respectivos de la Amnesty como los de la Corte Penal Internacional, surge la probanza de que la tipificación de un crimen de lesa humanidad, requiere la juntura de requisitos perfectamente aplicables a las acciones de la guerrilla, incluyendo el que sostiene que tales homicidios, para ser rotulados como tales, "tienen que haberse cometido de conformidad con la política de un Estado o de una organización". Más de un Estado Comunista apoyó y dirigió las operaciones marxistas. Más de una organización nativa, americana e internacional respaldó sus operaciones bélicas y políticas.

                                                                                               -V-

                                                                                      Por siempre

          Pero mientras gobiernan los Montoneros y el ERP, y los remozados e impunes subversivos ocupan las calles, los foros, las plazas, los estratos oficiales y los oficiosos; mientras los mass media se regodean con su módico Nüremberg local y casero, hay otros que ya no pueden hacerse presentes y cuyo recuerdo quisieran borrar por decreto de la memoria patria. Son los ilustres caídos en la guerra justa contra el Marxismo Internacional. Los guerreros cabales que se batieron en el monte y en la selva o en los laberintos urbanos donde se escondían y acechaban los asesinos terroristas. Los combatientes reales, los que tuvieron la suerte de enfrentarse con uniforme y bandera desplegada, o aquellos otros que hubieron de hacerlo -como en toda guerra no convencional- yendo y viniendo cual un ejército de sombras. Porque sólo el cómplice o el necio puede creer que al terrorista agazapado, camuflado y mimetizado con la población normal, se lo debe atrapar con la chapa identificatoria a la vista y previo aviso de allanamiento. 
         Los que cayeron a campo abierto, o pateando esas guaridas inmundas desde las que se planeaba y ejecutaba a diario el asalto contra la Nación. Los que tuvieron que luchar no únicamenite contra los guerrilleros, sino contra la soledad del mando cuando los más altos responsables no estampaban sus firmas al pie de sus órdenes o sentencias, ni procedían como era éticamente exigible. Los que se enfrentaron, junto con las balas enemigas, con la pequeñez de los amigos, las defecciones de las cúpulas castrenses, las deserciones de los flojos, las inmoralidades de los «propia tropa», las angustias de los subalternos, las demencias de los oportunistas, y pese a todo, salieron limpios y rectos sin renunciar a la Fe en la causa por la que se combatía. Los soldados sorprendidos en la vigilia o en el sueño, en la puerta abatida a empellones de una «cárcel del pueblo» o en la conducción de una patrulla en Tucumán, «arma al brazo y en lo alto las estrellas». Los que cada noche se despedían de sus hogares sin saber si regresarían al alba, mientras dormían amparados por la seguridad que les daba tales operativos, muchos, muchísimos de los miserables que ahora levantan el dedo acusador. Los que sobrevivieron -heridos, mutilados, presos, nunca como antes- y que han sido ensuciados por la pasquinería amarilla, sin derecho a réplica, y deben explicarle ahora a sus hijos y nietos quiénes han sido realmente los verdugos de la argentinidad.
                 Todos ellos y tanto más, han muerto y han peleado por la auténtica grandeza argentina. No dieron sus vidas, como dicen algunos que así creen homenajearlos o poder llamarse "amigos y familiares", para que ahora «disfrutemos de esta paz, de esta libertad, de esta democracia». Ofende sus recuerdos el sólo pronunciar tamaños disparates. Cayeron y pelearon por lo Eterno y lo Permanente. Cayeron y pelearon por la Cruz y la Bandera Azul y Blanca. Cayeron y pelearon por Dios y por la Patria.  Por eso -y que tomen nota los criminales de guerra que hoy gobiernan- su lucha no ha concluido. Alguna vez volverá la verdad por sus fueros conculcados. Alguna vez, el Dios de los Ejércitos, hará caer sobre esta tierra cautiva y mancillada, la bendición de su santa y justiciera ira. Entonces, será la victoria pendiente. Una victoria exacta, límpida, rotunda y clara. Por siempre.  

Profesor Católico

 Las hojas, el reloj, un calendario,
los lentes, la libreta más reciente,
viejos libros y el alma en un silente
soliloquio de amor hospitalario.
 
El aula aguarda, ya rezó el rosario.
Tema del día es alumbrar la mente
de ese joven acaso indiferente
por quien ayer pidió, junto al sagrario.
 
Cuesta septiembre, llegan los dolores,
mezcla el día su afan con su salitre,
mas la Verdad es nueva por antigua.

Lo imagina a Jesús con los doctores,
deja un Ave María en el pupitre,
habla y su voz parece que santigua.

Los críticos del Revisionismo Histórico

Ficha Técnica y contenidos del libro

 

Buenos Aires, Instituto Bibliográfico "Antonio Zinny", 2006

Dura y rigurosa réplica a los falsificadores de la historiografía argentina

Plan analítico de la obra

Tomo I

520 p.

Libro I. La crítica liberal a la historiografía revisionista

Capítulo 1: Don Emilio Ravignani: intuiciones y apriorismos ideológicos.

Capítulo 2: Grandes paradojas de Ricardo Zorraquín Becú.

Capítulo 3: La fiscalía del Dr. Ricardo Levene.

Capítulo 4: Ricardo Piccirilli y otros simplificadores.

Capítulo 5: Las opiniones de Ricardo Caillet-Bois.

Capítulo 6: José Barreiro y demás juicios facciosos.

Capítulo 7: Las acusaciones de nazismo.

Capítulo 8: El confuso diagnóstico de Ernesto Fitte.

Capítulo 9: La inefable arbitrariedad de Enrique de Gandía.

Libro II. La crítica de las izquierdas a la historiografía revisionista

Capítulo 1: La familia Romero. Francisco, José Luis y Luis Alberto Romero.

Capítulo 2: Halperín Donghi: la insuficiencia del profesionalismo.

Capítulo 3: Diana Quattrocchi-Woison: los males de su memoria.

Capítulo 4: Las opiniones de Hilda Sábato.

Capítulo 5: Hebe Clementi: el resentimiento antinacionalista.

Capítulo 6: Un mal paso: la crítica del Partido Comunista. [Examen de la obra de Leonardo Paso].

Capítulo 7: Nacionalismo e historiografía en Carlos Rama.

Capítulo 8: Ideología y método en Alberto Plá.

Capítulo 9: Oscuridades y contradicciones de José Raed.

Capítulo 10: Dos críticos menores: Fernando Devoto y Alejandro Cattaruzza.

Tomo II

620 p.

Capítulo 1: Tres enfoques simultáneos: Edberto Oscar Acevedo, Víctor Saá y Enrique Arana (h).

Capítulo 2: El integracionismo histórico. [Se examinan en este capítulo los siguientes autores: Carlos Marco, Javier Estrella, Alfredo Coronel, José Gabriel, Carlos Segreti, Walter Tessmer, Mario Bottiglieri, Julio Chiappini, Marcos Merchensky, Ataúlfo Pérez Aznar y Rogelio Frigerio].

Capítulo 3: El incongruente relativismo de Antonio J. Pérez Amuchástegui.

Capítulo 4: Los dispares argumentos de Roberto Etchepareborda.

Capítulo 5:La perspectiva sincretista. [Se examinan en este capítulo los siguientes autores: Armando Raúl Bazán, Héctor José Tanzi y Angel Castellan].

Capítulo 6: El extranjero. Clifton B. Kroeber.

Capítulo 7: La pseudoecuanimidad de Félix Luna.

Capítulo 8: Revisionismo y tesis conspirativa. [Se examinan en este capítulo los siguientes autores: David Rock, Daniel Lvovich, Cristián Buchrucker y Juan Alberto Bozza].

Capítulo 9: Juan José Sebreli: las fuentes griegas.

Capítulo 10: Otros críticos menores. [Se examinan en este capítulo los siguientes autores: Maristella Svampa, Olga Echeverría y Honorio Alberto Díaz].

Epílogo Galeato.

Bibliografía.

Precio promocional de los dos volúmenes: $60. En Tucumán 1958, 1º G y H, Capital Federal. Tel/fax: 4373-0901, ibizii@infovia.com.ar . De lunes a viernes de 9 a 17 hs.

Precio de cada volumen: $39. En Santiago Apóstol: Riobamba 337, Tel. 4372-9670, santiagoapostollibros@yahoo.com.ar; Huemul: Santa Fe 2237, TE. 4822-1666, libreriahuemul@arnet.com.ar; Vórtice, Hipólito Yrigoyen 1970,Tel. 4952-8383, vorticelibros@sinectis.com.ar ; Theoria, Rivadavia 1255, 4º, 407, Tel. 4381-0131, edicionestheoria@uolsinectis.com.ar

Y en las buenas librerías.

El perdón de la Iglesia.

Ante el "mea culpa" que, con motivo del Jubileo, ha entonado la Jerarquía de la Iglesia parece oportuno y a la vez honesto formular tres aclaraciones. Todas las cuales -necesarias en sí mismas- se vuelven perentorias por el agravante de la horrenda e intencional falsificación llevada a cabo desde algunos medios de comunicación, o el silencio que, en otros casos, ha lastimado tanto como la tergiversación. Por eso es necesario resaltar

1) lo bueno que se dijo y que se ha ocultado por los medios
2) lo que se dijo y con amor filial nos preocupa
3) lo que, respetuosamente, quisiéramos que se hubiera dicho

1) Lo bueno que se dijo y que se ha ocultado por los medios

-"La Iglesia, desde siempre, ha sabido discernir las infidelidades de sus hijos (...) La Iglesia es también maestra cuando pide al Señor perdón" (monseñor Piero Marini, maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias, 7-3-2000, con ocasión de explicar el alcance de la celebración litúrgica pontificia del mea culpa del 12 de marzo)

-"Es importante recalcar que (Memoria y Reconciliación: la Iglesia y las culpas del pasado) se trata de un documento de la Comisión Teológica Internacional (Esto no significa que sea un documento de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. No es por tanto, un texto de la Santa Sede y mucho menos del Papa. El mismo Cardenal Ratzinger, al presentarlo esta mañana, explicó que con este texto la Iglesia no pretende erigirse en juez del pasado, ni encerrarse de manera pesimista en sus propios pecados" (Comunicado de la Comisión Teológica Internacional, Agencia Zenit, 7-3-2000)

-"El documento (Memoria y Reconciliación...etc) no es más que el resultado de un grupo de teólogos (...) Cuando se habla del pasado de la Iglesia, se cuentan muchas cosas que, con frecuencia, son calumnias, mitos. La verdad histórica es la primera exigencia" (Padre Georges Cottier, Secretario de la Comisión Teológica Internacional, autora del texto, 8-3-2000)

-"La Iglesia del presente no puede constituirse como un tribunal que sentencia sobre el pasado. La Iglesia no puede y no debe expresar la arrogancia del presente (...) El protestantismo ha creado una nueva historiografía de la Iglesia con el objetivo de demostrar que no sólo está manchada por el pecado, sino que está totalmente corrompida y destruida (...) La situación se agravó con las acusaciones de la Ilustración, que desde Voltaire hasta Niezstche, ven en la Iglesia el gran mal de la humanidad que lleva consigo toda la culpa que destruye el progreso (...) Necesariamente hubo de surgir una historigrafía católica contrapuesta para demostrar que , a pesar de los pecados, la Iglesia sigue siendo la Iglesia de los santos: la Santa Iglesia (...) No se pueden cerrar los ojos ante todo el bien que la Iglesia ha hecho en estos últimos dos siglos devastados por las crueldades de los ateísmos" (Cardenal Joseph Ratzinger, 7-3-2000, con ocasión de presentar en la Sala de Prensa de la Santa Sede, el documento Memoria y Reconciliación...)

-"La confessio peccati, sostenida e iluminada por la fe en la Verdad que libera y salva (confessio fidei), se convierte en confessio laudis dirigida a Dios, en cuya sola presencia es posible reconocer las culpas del pasado y las del presente (...) Este ofrecimiento de perdón aparece particularmente significativo si se piensa en tantas persecuciones como los cristianos han sufrido a lo largo de la historia" (Memoria y Reconciliación, Introducción)

-"La dificultad que se perfila es la de definir las culpas pasadas, a causa sobretodo del juicio histórico que esto exige, ya que en lo acontecido se ha de distinguir siempre la responsabilidad o la culpa atribuibles a los miembros de la Iglesia en cuanto creyentes, de aquella referible a la sociedad (...) o de las estructuras de poder(...) Una hermenéutica histórica es, por tanto, necesaria más que nunca, para hacer una distinción adecuada entre la acción de la Iglesia (...) y la acción de la sociedad (...) Es justo por otra parte, que la Iglesia contribuya a modificar imágenes de sí falsas e inaceptables, especialmente en los campos en los que, por ignorancia o por mala fe, algunos sectores de opinión se complacen en identificarla con el oscurantismo y la intolerancia" (Memoria y Reconciliación, 1, 4)

-"¿Se puede hacer pesar sobre la conciencia actual una "culpa" vinculada a fenómenos históricos irrepetibles, como las Cruzadas o la Inquisición? ¿No es demasiado fácil juzgar a los protagonistas del pasado con la conciencia actual, como hacen escribas y fariseos, según Mt. 23, 29-32...? (Memoria y Reconciliación, 1, 4,)

-"(...)Es convicción de fe que la santidad es más fuerte que el pecado en cuanto fruto de la gracia divina: ¡son su prueba luminosa las figuras de los santos, reconocidos como modelos y ayuda para todos! Entre la gracia y el pecado no hay un paralelismo, ni siquiera una especie de simetría o de relación dialéctica (Memoria y Reconciliación, 3, 4)

-"Es necesario preguntarse: ¿qué es lo que realmente ha sucedido?, ¿qué es exactamente lo que se ha dicho y hecho? Solamente cuando se ha ofrecido una respuesta adecuada a estos interrogantes, como fruto de un juicio histórico riguroso, podrá preguntarse si eso que ha sucedido, que se ha dicho o realizado, puede ser interpretado como conforme o disconforme con el Evangelio (...) Hay que evitar(...) una culpabilización indebida que se base en la atribución de responsabilidades insostenibles desde el punto de vista histórico" (Memoria y Reconciliación, 4).

-"Juan Pablo II ha afirmado respecto a la valoración histórico-teológica de la actuación de la Inquisición: 'El magisterio eclesial no puede evidentemente proponerse la realización de un acto de naturaleza ética, como es la petición de perdón, sin haberse informado previamente de un modo exacto acerca de la situación de aquel tiempo. Ni siquiera puede tampoco apoyarse en las imágenes del pasado transmitidas por la opinión pública, pues se encuentran a menudo sobrecargadas por una emotividad pasional que impide una diagnosis serena y objetiva (...) El primer paso debe consistir en interrogar a los historiadores, a los cuales se les debe pedir que ofrezcan su ayuda para la reconstrucción más precisa posible de los acontecimientos, de las costumbres, de las mentalidades de entonces, a la luz del contexto histórico de la época" (Memoria y Reconciliación, 4)

-"Debe evitarse cualquier tipo de generalización. Cualquier posible pronunciamiento en la actualidad debe quedar situado y debe ser producido por los sujetos más directamente encausados(...) La Iglesia es propensa a desconfiar de los juicios generalizados de absolución o de condena respecto a las diversas épocas históricas. Confia la investigación sobre el pasado a la paciente y honesta reconstrucción cientifica, libre de prejuicios de tipo confesional o ideológico...(Memoria y Reconciliación, 4, 2)

-"(...) No caer en el resentimiento o en la autoflagelación, y llegar mas bien a la confesión del Dios 'cuya misericordia va de generación en generación' " (Memoria y Reconciliación, 5, 1)

-"Nunca se puede olvidar el precio que tantos cristianos han pagado por su fidelidad al Evangelio y al servicio del prójimo en la caridad" (Memoria y Reconciliación, 6, 1)

-"Además, hay que evaluar la relación entre los beneficios espirituales y los posibles costos de tales actos (de perdón) también teniendo en cuenta los acentos indebidos que los 'medios' pueden dar a algunos aspectos de los pronunciamientos eclesiales(...) Hay que subrayar que el destinatario de toda posible petición de perdón es Dios (...) Se debe evitar(...) la puesta en marcha de procesos de autoculpabilización indebida (Memoria y Reconciliación, 6, 2)

-"Lo que hay que evitar es que actos semejantes (los del perdón) sean interpretados equivocadamente como confirmaciones de posibles prejuicios respecto al cristianismo. Sería deseable por otra parte, que estos actos de arrepentimiento estimulasen también a los fieles de otras religiones a reconocer las culpas de su propio pasado (...) La historia de las religiones (no se refiere aquí a la católica) está revestida de intolerancia, superstición, connivencia con poderes injustos y negación de la dignidad y libertad de las conciencias" (Memoria y Reconciliación, 6, 3)

-"Su petición de perdón (el de la Iglesia) no debe ser entendida como (...) retractación de su historia bimilenaria, ciertamente rica en el terreno de la caridad, de la cultura y de la santidad" (Memoria y Reconciliación, Conclusión)

-"Se debe precisar el sujeto adecuado que debe pronunciarse respecto a culpas pasadas (...) En esta perspectiva es oportuno tener en cuenta, al reconocer las culpas pasadas e indicar los referentes actuales que mejor podrían hacerse cargo de ellas, la distinción entre magisterio y autoridad en la Iglesia: no todo acto de autoridad tiene valor de magisterio, por lo que un comportamiento contrario al Evangelio, de una o más personas revestidas de autoridad no lleva de por sí una implicación del carisma magisterial (...) y no requiere por tanto ningún acto magisterial de reparación" (Memoria y Reconciliación, 6, 2)

El católico al menos, tiene que saber entonces, que es falso que la Iglesia le haya pedido perdón al mundo o a sus adversarios y no a Dios; que haya renunciado a su pasado de glorias y triunfos de la Fe; que haya negado a sus santos y a sus héroes; que haya aceptado las mentiras históricas elaboradas por sus difamadores y detractores; que haya admitido las argumentaciones masónicas que la retratan como oscurantista o inhumana, que haya condenado a las Cruzadas, a la Inquisición, a la Evangelización o a la Conquista de América; que haya obviado toda referencia a las persecuciones de que fue y es objeto y a los gravísimos errores de los ateísmos y de las demás religiones. Es falso que este mea culpa sea un nuevo dogma, una resolución ex catedra o una retractación del Magisterio. Es falso incluso que toda palabra o conducta de una autoridad eclesial deba ser tomada como docente, incluyendo las palabras y las conductas de los intérpretes o aplicadores de este pedido de perdón. Todo esto y tantísimo más es falso, pero se ha propalado desde los medios, desde ciertas cátedras seglares o religiosas y desde las usinas de la intelligentzia, sin encontrar al menos ele elemental correctivo de remitirse a las fuentes.


2) Lo que se dijo y con amor filial nos preocupa

-Nos preocupa que se pida perdón cuando no se advierte culpa. La Iglesia, por ejemplo, no es culpable de la división de los cristianos causada por la herejía protestante, o por el accionar de otros tantos heresiarcas, antes y después de la Reforma. No es culpable de los cismas, aunque una vez provocados alguien pudiera señalarle actitudes aisladas poco caritativas. No es culpable del extravío del paganismo, como la esclavitud o el menoscabo de las mujeres; ni de los crímenes del capitalismo, como el abandono de los pobres o el desprecio por necesitados; ni de las aberraciones del materialismo, como la supresión de los no nacidos; ni de los atropellos del imperialismo, del neopaganismo y del sionismo, como la persecución a razas y etnias, ni de las atrocidades del marxismo, como las campañas genocidas. No sólo no es culpable la Iglesia sino que es víctima, y en gran medida por oponerse sistemáticamente con su testimonio a tan graves pecados.

-Nos preocupa que tras las disculpas por presuntas faltas de respeto a otras culturas y creencias , se pueda justificar el salvajismo, el tribalismo y la idolatría, cayendo en un relativismo cultural, religioso y ético que vuelve ilícita cualquier tarea apostólica o inhibe todod fervor misionero o el obligado llamamiento a la conversión. O que desacredite las grandes gestas evangelizadoras de la historia, las hazañas de sus testigos, las epopeyas martiriales de sus guerreros santos.

-Nos preocupa que pueda sasociarse toda violencia con la negación del Evangelio; cuando es un hecho que, tanto de las fuentes vétero y neotestamentarias surge la legitimidad de una fortaleza armada al servicio de la Verdad desarmada. Este deber cristiano de la lucha halla su fundamento y su necesidad tanto en las Escrituras como en las enseñanzas patrísticas y escolásticas, tanto en las obras de los grandes teólogos de todods los tiempos como en la mismísima hagiografía y en la Cátedra bimilenaria de Pedro, hasta la actualidad y sin exclusiones.

-Nos preocupa que se les reproche a los católicos el poco esfuerzo "por remover los obstáculos que impiden la unidad de los cristianos", sin hacer referencia a la única unidad posible y duradera cual es la que brota del arrepentimiento y de la conversión de quienes están en el error, y de su consiguiente regreso a la Iglesia, fuera de la cual no hay salvación, aún teniendo en cuenta los casos de ignorancia invencible, ya que quien se salva, se salva dentro de la Iglesia.

-Nos preocupa que se imponga como criterio de autoacusación la falta de respeto por la libertad de la conciencia individual, cuando el fundamento de la conciencia no es la libertad sino el dictado de la sindéresis o recto sentido moral objetivo. Que prevalezca asimismo la criteriología de los derechos humanos -su conculcación o su respeto irrestricto como divisoria universal de aguas- sin tomar jamás expresa distancia de la ideologización, desnaturalización, y manipulación que se viene haciendo de esos derecchos desde el Iluminismo y hasta pareciendo a veces que se coincide con tal perspectiva.

-Nos preocupa que para atemperar las hipotéticas faltas de la Iglesia en el pasado, se cuestione la unión de lo temporal con lo espiritual durante "los siglos llamados de cristiandad"; o que se aluda a los cambios de paradigmas situacionales en el transcurso de los tiempos. Lo primero puede conducir a la convalidación del secularismo, lo segundo a la adopción del historicismo.

-Nos preocupa que una vez reconocida la existencia de una historiografía facciosa, alimentada por el odium Christi, se desaliente la apologética. Y que una vez reconocidas igualmente, tanto la necesidad como la urgencia de la rigurosidad cientifica en el terreno de los estudios del pasado, se omita toda mención a las grandes obras y a los autores magistrales que ya han dilucidado períodos, acontecimientos y actores justamentte vilipendiados. Incluyendo aquellos que han tenido lugar en el transcurso del siglo XX.

-Nos preocupa que la jerarquía eclesiástica presente, eleve a los altares a quienes entregaron su vida durante guerrras justas por la defensa del sentido cristiano de sus respectivas patrias- verbigratia los Cristeros y los combatientes de la Cruzada Española- y desapruebe a la vez "las formas de violencia ejercida en la represión y corrección de los errores". Tamaña paradoja podría dar pie a una visión pacifista, ajena al espíritu de la doctrina católica, como al riesgoso equívoco de creer que el bien se impone sin el esfuerzo y sin el sacrificio del buen combate.

-Nos preocupa que en la condena al nacionalsocialismo prevalezcan más esos prejuicios de la opinión pública a los que sensatamente se alude en relación con otros hechos pretéritos, antes que los juicios suscitados por la rigurosidad de los estudios científicos, por negativos que pudieran resultar; o los tópicos de la propaganda aliada antes que las claras y empinadas admoniciones de Pío XI en la Mit brennender Sorge. Que no se tengan en cuenta las teorías anticristianas de sus fundadores, ni ciertas prácticas anticatólicas de sus gestiones gubernamentales, ni el martirio a que fueron sometidos, entre otros, Santa Edith Stein o San Maximiliano Kolbe, sino la discutible cuestión de "la shoah", más próxima a la propaganda política de posguerra que a la verad histórica, y más próxima también a la agitación proselitista de las izquierdas que a la realidad de lo acontecido.

-Nos preocupa que aquella indiscutible condena al nacinalsocialismo, ya aludida, no tenga su correlato en otra análoga a la intríseca perversidad comunista, responsable de la muerte de cien millones de cristianos, ni a las sostenidas acciones terroristas y a la justificación de la tortura sostenida desde el Estado israelí. Que ningún perdón se les exija a aquellos judíos que fueron los principales ideólogos o ejecutores del marxismo, o que ningún perdón se eleve por los católicos cómplices de colaboracionismo comunista, ya por acción u omisión. Que ninguna disculpa implique a los bautizados que, aún con rasgos jerárquicos eclesiales, fueron compañeros de ruta de la guerrilla roja, responsable de tantas muertes y desolaciones.

-Nos preocupa que se aluda a la hostilidad de numeroso cristianos hacia los hebreos, cuando los textos religiosos basales del judaísmo están impregnados de una estremecedora animadversión hacia los cristianos; cuando una gran parte sustantiva y dolorosa de la Iglesia, es la historia de las maquinaciones hebreas contra Ella.; cuando la documentación seria prueba la existencia de numerosos casos de católicos víctimas de crímenes perpetrados por judíos, en tanto tales, y por odio a la Fe de Jesucristo, cuyas víctimas han sido elevadas a los altares por la Iglesia, desde San Esteban hasta Santo Dominguito del Val, San Simeón de Trento, San Guillermo de Norwich o el santo Niño de la Guardia. Y cuando es un hecho actual, notorio y visible por todos, el hostil desprecio y la vulgar agresión de cierta jerarquía judía hacia el santo Padre, hacia su humilde pedido de perdón y hacia el esfuerzo de su viaje apostólico al corazón de Israel. Sin que faltaran allí los miembros del Jabad Lubavitch, que envueltos en el taledo y haciendo sonar el shofar pidieron ritualmente su asesinato, ante la indiferencia de quienes debieron reprobarlos enérgicamente.

-Nos preocupa al fin, que se hable del antisemitismo cristiano como factor coadyuvante del antisemitismos nazi, y hasta del retaceo de la ayuda ante el maltrato del que fueron objeto los judíos durante el Tercer Reich. No existe un antisemitismo cristiano, sino una explicación cristiana del misterio de la enemistad teológica de Israel; y en el más doloroso de los casos, un conjunto de prevenciones dadas oportunamente por la Iglesia para evitar los conflictos recíprocos. Existe en cambio un anticristianismo judaico, teórico y práctico. que arrancó los primeros gritos de dolor en el Nuevo Testamento: "¡Matásteis al Autor de la Vida!" (Hechos 3, 13-15), "¡Crucificásteis al Señor de la Gloria!" (1 Cor. 2, 8). Existió un Pío XII que se desveló por la suerte de los hijos de la Antigua Alianza, y no conocemos de la existencia de ninguna autoridad rabínica equivalente que haya tomado como propia la suerte de los cristianos asesinados en los gulags.

-Nos preocupa que en el legítimo afán de aliviar las heridas que pudieran haber recibido los judíos durante su larga historia, se eche al olvido el drama teológico que significó su defección y apostasía, del que nos habla San pablo en los capítulos noveno a undécimo de su Epístola a los Romanos, que se pase por alto el drama mayor del deicidio, corroborado por el Señor cuando dijo "Sé que sois linaje de Abraham, pero buscáis matarme, porque mi palabra no ha sido acogida por vosotros" (Jn, 8, 37); y sobretodo, que se evite pronunciar cuidadosamente todo deseo o reclamo de conversión a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Mesías.

-Nos preocupa en definitiva, que este pedido de perdón, imprudente de por sí, torcido por los medios, malinterpretado por los pseudointelectuales con poder, escamoteado en sus significaciones más nobles y capitalizado por los innúmeros calumniadores de la Fe católica sin aclaraciones condignas y autorizadas, instale artificialmente -para desconcierto de todos- la dialéctica de una Iglesia pre-meaculpa y postmeaculpa, de consecuencias tan dañinas como otras divisiones dialécticas ya probadas


3) Lo que, respetuosamente, quisiéramos que se hubiera dicho


No tenemos dudas de que en la Iglesia ha existido y existe el antitestimonio; de que muchos de sus hijos - desde la autoridad o desde el llano- han sido y son causa del pecado de escándalo; de que la memoria necesita purificarse de semejantes vicios.

Hubiera sido oportuno en tal sentido hablar del proceso de autodemolición al que se refiriera, denunciándolo, Paulo VI, cuyos responsables tienen nombres y apellidos; de la tolerancia, cuando no de la aquiescencia para con ese "humo de Satán" que se dejó entrar en el templo de Dios, según dolorosísima expresión del precitado Pontífice; de las "verdaderas y propias herejías que se han propalado", tal como lo reconociera Juan Pablo II el 6 de febrerro de 1981, y en particular de ese "conglomerado de todas las herejías", como llamó San Pío X al modernismo, así como de su sucesora, "la concepción que no se puede definir sino con el término ambiguo de progresista (y que) no es ni cristiana ni católica" (Paulo VI, mensaje a los católicos de Milán, 15-8-1963)

Hubiera sido oportuno pedir perdón por la desacralización de la liturgia, por la profanación de tantas celebraciones eucarísticas, por el vaciamiento de los Sagrados Textos, por la falsificación de la catequésis, por la adulteración de la dogmática, por el escamoteo de la ascética, por la desnaturalización de la pastoral, por el inmanentismo, el secularismo y y el horizontalismo en todos los terrenos que han desarrollado muchos sacerdotes. Perdón por el falso ecumenismo y el sincretismo, por el pluralismo ilimitado e irrestricto, por la protestatización de la Misa, la marxistización de la teología, la cabalización de la Fe, el aseglaramiento de los clérigos, la reconciliación con el "mundo". Perdón por las ceremonias inter-religiosas o pluriconfesionales en las que el Vicario de Cristo queda homologado con los líderes de las falsas creencias, y el Dios Uno y Trino con los profetas demasiado humanos de los cultos antiguos o modernos.

Hubiera sido oprtuno pedir perdón por los pastores medrosos, cómplices del liberalismo y del comunismo; por los curas guerrilleros o agitadores tercermundistas, por los obispos que confunden a su grey con palabras y hechos que no son sino contemporizaciones con los enemigos de la Iglesia; por los que ensayaron todos los errores filosóficos del siglo y se olvidaron de la filosofía perenne; por los innovadores que terminaron siendo socios activos de la Revolución; por los que llamaron renovación a la apostasía y traicionaron a sabiendas la Tradición. Perdón por las deserciones en nombre del antitriunfalismo, por el temporalismo, el activismo, y la malsana mundanización. Perdón por no haber predicado explícita y contundentemente la Realeza de Nuestro Señor Jesucristo.

Mas como no sea cosa que se crea que estos deseados pedidos de perdón reconocen su punto de partida en los días posteriores al Concilio Vaticano II, hubiera sido oportuno además, que se entonara un mea culpa especialmente doloroso y trágico, por ese mal enorme y antiguo del fariseísmo que resume y contiene a todos los otros, y que desde lejos viene corroyendo y afeando el Santo Rostro de la Santa Madre Iglesia.

Hubiéramos deseado que se dijera -enfáticamente, con toda la energía y el ardor de la caridad- que la Iglesia está acechada por dentro y por fuera, tal vez como no lo estuvo nunca en su bimilenaria historia. Que semejante situación exige, por supuesto, católicos capaces de reconocer sus verdaderas culpas y de pedir humildemente perdón a Dios y al prójimo genuinamente ofendido. Católicos penitentes y rezadores, con el sayo de los peregrinos contritos y suplicantes; pero también y por lo mismo, católicos militantes, llenos de lucidez y de coraje, con la armadura de los caballeros victoriosos, conscientes de que Cristo vuelve, de que Cristo Vence, de que Cristo Reina e Impera. Y de que entonces, como lo dijera San Pablo, "nadie será coronado, si no ha valientemente combatido".

Tres lugares comunes de las leyendas negras

Se pretende denigrar la hispanidad como medio para atacar su fundamento filosófico: un Estado basado en el Derecho público Cristiano

Introducción

La conmemoración del Quinto Centenario reavivó, como era previsible, el empecinado odio anticatólico y antihispanista de vieja y conocida data. Y tanto odio alimenta la injuria, ciega a la justicia y obnubila el orden de la razón, según bien lo explicara Santo Tomás en olvidada enseñanza. De resultas, la verdad queda adulterada y oculta, y se expanden con fuerza el resentimiento y la mentira. No es sólo, pues, una insuficiencia histórica o científica la que explica la cantidad de imposturas lanzadas al ruedo. Es un odium fidei alimentado en el rencor ideológico. Un desamor fatal contra todo lo que lleve el signo de la Cruz y de la Espada.

Bastaría aceptar y comprender este oculto móvil para desechar, sin más, las falacias que se propagan nuevamente, aquí y allá. Pero un poder inmenso e interesado les ha dado difusión y cabida, y hoy se presentan como argumentos serios de corte académico. No hay nada de eso. Y a poco que se analizan los lugares comunes más repetidos contra la acción de España en América, quedan a la vista su inconsistencia y su debilidad. Veámoslo brevemente en las tres imputaciones infaltables enrostradas por las izquierdas

El despojo de la tierra

Se dice en primer lugar, que España se apropió de las tierras indígenas en un acto típico de rapacidad imperialista.

Llama la atención que, contraviniendo las tesis leninistas, se haga surgir al Imperialismo a fines del siglo XV. Y sorprende asimismo el celo manifestado en la defensa de la propiedad privada individual. Pero el marxismo nos tiene acostumbrados a estas contradicciones y sobre todo, a su apelación a la conciencia cristiana para obtener solidaridades. Porque, en efecto, sin la apelación a la conciencia cristiana —que entiende la propiedad privada como un derecho inherente de las criaturas, y sólo ante el cual el presunto despojo sería reprobable— ¿a qué viene tanto afán privatista y posesionista? No hay respuesta.

La verdad es que antes de la llegada de los españoles, los indios concretos y singulares no eran dueños de ninguna tierra, sino empleados gratuitos y castigados de un Estado idolatrizado y de unos caciques despóticos tenidos por divinidades supremas. Carentes de cualquier legislación que regulase sus derechos laborales, el abuso y la explotación eran la norma, y el saqueo y el despojo las prácticas habituales. Impuestos, cargas, retribuciones forzadas, exacciones virulentas y pesados tributos, fueron moneda corriente en las relaciones indígenas previas a la llegada de los españoles. El más fuerte sometía al más débil y lo atenazaba con escarmientos y represalias. Ni los más indigentes quedaban exceptuados, y solían llevar como estigmas de su triste condición, mutilaciones evidentes y distintivos oprobiosos. Una "justicia" claramente discriminatoria, distinguía entre pudientes y esclavos en desmedro de los últimos y no son éstos, datos entresacados de las crónicas hispanas, sino de las protestas del mismo Carlos Marx en sus estudios sobre "Formaciones Económicas Precapitalistas y Acumulación Originaria del Capital". Y de comentaristas insospechados de hispanofilia como Eric Hobsbawn, Roberto Oliveros Maqueo o Pierre Chaunu.

La verdad es también, que los principales dueños de la tierra que encontraron los españoles —mayas, incas y aztecas— lo eran a expensas de otros dueños a quienes habían invadido y desplazado. Y que fue ésta la razón por la que una parte considerable de tribus aborígenes —carios, tlaxaltecas, cempoaltecas, zapotecas, otomíes, cañarís, huancas, etcétera— se aliaron naturalmente con los conquistadores, procurando su protección y el consecuente resarcimiento.

Y la verdad, al fin, es que sólo a partir de la Conquista, los indios conocieron el sentido personal de la propiedad privada y la defensa jurídica de sus obligaciones y derechos. Es España la que se plantea la cuestión de los justos títulos, con autoexigencias tan sólidas que ponen en tela de juicio la misma autoridad del Monarca y del Pontífice. Es España -con ese maestro admirable del Derecho de Gentes que se llamó Francisco de Vitoria— la que funda la posesión territorial en las más altas razones de bien común y de concordia social, la que insiste una y otra vez en la protección que se le debe a los nativos en tanto súbditos, la que garantiza y promueve un reparto equitativo de precios, la que atiende sobre abusos y querellas, la que no dudó en sancionar duramente a sus mismos funcionarios descarriados, y la que distinguió entre posesión como hecho y propiedad como derecho, porque sabía que era cosa muy distinta fundar una ciudad en el desierto y hacerla propia, que entrar a saco a un granero particular. Por eso, sólo hubo repartimientos en tierras despobladas y encomiendas "en las heredades de los indios". Porque pese a tantas fábulas indoctas, la encomienda fue la gran institución para la custodia de la propiedad y de los derechos de los nativos. Bien lo ha demostrado hace ya tiempo Silvio Zavala, en un estudio exhaustivo, que no encargó ninguna "internacional reaccionaria", sino la Fundación Judía Guggenheim, con sede en Nueva York. Y bien queda probado en infinidad de documentos que sólo son desconocidos para los artífices de las leyendas negras.

Por la encomienda, el indio poseía tierras particulares y colectivas sin que pudieran arrebatárselas impunemente. Por la encomienda organizaba su propio gobierno local y regional, bajo un régimen de tributos que distinguía ingresos y condiciones, y que no llegaban al Rey —que renunciaba a ellos— sino a los Conquistadores. A quienes no les significó ningún enriquecimiento descontrolado y si en cambio, bastantes dolores de cabeza, como surgen de los testimonios de Antonio de Mendoza o de Cristóbal Alvarez de Carvajal y de innumerables jueces de audiencias. Como bien ha notado el mismo Ramón Carande en "Carlos V y sus banqueros", eran tan férrea la protección a los indios y tan grande la incertidumbre económica para los encomenderos, que América no fue una colonia de repoblación para que todos vinieran a enriquecerse fácilmente. Pues una empresa difícil y esforzada, con luces y sombras, con probos y pícaros, pero con un testimonio que hasta hoy no han podido tumbar las monsergas indigenistas: el de la gratitud de los naturales. Gratitud que quien tenga la honestidad de constatar y de seguir en sus expresiones artísticas, religiosas y culturales, no podrá dejar de reconocer objetivamente

No es España la que despoja a los indios de sus tierras. Es España la que les inculca el derecho de propiedad, la que les restituye sus heredades asaltadas por los poderosos y sanguinarios estados tribales, la que los guarda bajo una justicia humana y divina, la que los pone en paridad de condiciones con sus propios hijos, e incluso en mejores condiciones que muchos campesinos y proletarios europeos Y esto también ha sido reconocido por historiógrafos no hispanistas. Es España, en definitiva, la que rehabilita la potestad India a sus dominios, y si se estudia el cómo y el cuándo esta potestad se debilita y vulnera, no se encontrará detrás a la conquista ni a la evangelización ni al descubrimiento, sino a las administraciones liberales y masónicas que traicionaron el sentido misional de aquella gesta gloriosa. No se encontrará a los Reyes Católicos, ni a Carlos V, ni a Felipe II. Ni a los conquistadores, ni a los encomenderos, ni a los adelantados, ni a los frailes. Sino a los enmandilados Borbones iluministas y a sus epígonos, que vienen desarraigando a América y reduciéndola a la colonia que no fue nunca en tiempos del Imperio Hispánico.

La sed de Oro

Se dice, en segundo lugar, que la llegada y la presencia hispánica no tuvo otro fin superior al fin económico; concretamente, al propósito de quedarse con los metales preciosos americanos.

Y aquí el marxismo vuelve a brindarnos otra aporía. Porque sí nosotros plantamos la existencia de móviles superiores, somos acusados de angelistas, pero si ellos ven sólo ángeles caídos adoradores de Mammon se escandalizan con rubor de querubines. Si la economía determina a la historia y la lucha de clases y de intereses es su motor interno ; si los hombres no son más que elaboraciones químicas transmutadas, puestos para el disfrute terreno, sin premios ni castigos ulteriores, ¿a qué viene esta nueva apelación a la filantropía y a la caridad entre naciones. Unicamente la conciencia cristiana puede reprobar coherentemente —y reprueba semejantes tropelías. Pero la queja no cabe en nombre del materialismo dialéctico. La admitimos con fuerza mirando el tiempo sub specie aeternitatis. Carece de sentido en el historicismo sub lumine oppresiones. Es reproche y protesta si sabemos al hombre "portador de valores eternos" u homo viator, como decían los Padres. Es fría e irreprochable lógica si no cesamos de concebirlo como homo acconomicus.

Pero aclaremos un poco mejor las cosas.

Digamos ante todo que no hay razón para ocultar los propósitos económicos de la conquista española. No solo porque existieron sino porque fueron lícitos. El fin de la ganancia en una empresa en la que se ha invertido y arriesgado y trabajado incansablemente, no está reñido con la moral cristiana ni con el orden natural de las operaciones. Lo malo es, justamente, cuando apartadas del sentido cristiano, las personas y las naciones anteponen las razones finaneleras a cualquier otra, las exacerban en desmedro de los bienes honestos y proceden con métodos viles para obtener riquezas materiales. Pero éstas son, nada menos, las enseñanzas y las prevenciones continuas de la Iglesia Católica en España. Por eso se repudiaban y se amonestaban las prácticas agiotistas y usureras, el préstamo a interés, la "cría del dinero", las ganancias malhabidas. Por eso, se instaba a compensaciones y reparaciones postreras —que tuvieron lugar en infinidad de casos—; y por eso, sobre todo, se discriminaban las actividades bursátiles y financieras como sospechosas de anticatolicismo. No somos nosotros quienes lo notamos. Son los historiógrafos materialistas quienes han lanzado esta formidable y certera "acusación": ni España ni los países católicos fueron capaces de fomentar el capitalismo por sus prejuiclos antiprotestantes y antirabínicos. La ética calvinista y judaica, en cambio, habría conducido como en tantas partes, a la prosperidad y al desarrollo, si Austrias y Ausburgos hubiesen dejado de lado sus hábitos medievales y ultramontanos.

De lo que viene a resultar una nueva contradicción. España sería muy mala porque llamándose católica buscaba el oro y la plata. Pero sería después más mala por causa de su catolicismo que la inhabilitó para volverse próspera y la condujo a una decadencia irremisible.

Tal es, en síntesis, lo que vino a decirnos Hamilton —pese a sí mismo hacia 1926, con su tesis sobre "el Tesoro Americano y el florecimiento del Capitalismo". Y después de él, corroborándolo o rectificándolo parcialmente, autores como Vilar, Simiand, Braudel, Nef, Hobsbawn, Mouesnier o el citado Carande. El oro y la plata salidos de América (nunca se dice que en pago a mercancías, productos y estructuras que llegaban de la Península) no sirvieron para enriquecer a España, sino para integrar el circuito capitalista europeo, usufructuado principalmente por Gran Bretaña.

Los fabricantes de leyendas negras, que vuelven y revuelven constantemente sobre la sed de oro como fin determinante de la Conquista, deberían explicar, también, por que España llega, permanece y se instala no solo en zonas de explotación minera, sino en territorios inhóspitos y agrestes. Porque no se abandonó rápidamente la empresa si recién en la segunda mitad del siglo XVI se descubren las minas más ricas, como las de Potosí, Zacatecas o Guanajuato. Por qué la condición de los indígenas americanos era notablemente superior a la del proletariado europeo esclavizado por el capitalismo, como lo han reconocido observadores nada hispanistas como Humboldt o Dobb, o Chaunu, o el mercader inglés Nehry Hawks, condenado al destierro por la Inquisición en 1751 y reacio por cierto a las loas españolistas. Por qué pudo decir Bravo Duarte que toda América fue beneficiada por la Minería, y no así la Corona Española. Por qué, en síntesis —y no vemos argumento de mayor sentido común y por ende de mayor robustez metafísica—, si sólo contaba el oro, no es únicamente un mercado negrero o una enorme plaza financiera lo que ha quedado como testimonio de la acción de España en América, sino un conglomerado de naciones ricas en Fe y en Espíritu. El efecto contiene y muestra la causa: éste es el argumento decisivo. Por eso, no escribimos estas líneas desde una Cartago sudamericana amparada en Moloch y Baal, sino desde la Ciudad nombrada de la Santísima Trinidad y Puerto de Santa María de los Buenos Aires, por las voces egregias de sus héroes fundadores.

El genocidio indigena

Se dice, finalmente, en consonancia con lo anterior, que la Conquista —caracterizada por el saqueo y el robo— produjo un genocidio aborigen, condenable en nombre de las sempiternas leyes de la humanidad que rigen los destinos de las naciones civilizadas.

Pero tales leyes, al parecer, no cuentan en dos casos a la hora de evaluar los crímenes masivos cometidos por los indlos dominantes sobre los dominados, antes de la llegada de los españoles; ni a la hora de evaluar las purgas stalinistas o las iniciativas multhussianas de las potencias liberales. De ambos casos, el primero es realmente curloso. Porque es tan inocultable la evidencia, que los mismos autores indigenistas no pueden callarla. Sólo en un día del año 1487 se sacrificaron 2.000 jóvenes inaugurando el gran templo azteca del que da cuenta el códice indio Telleriano-Remensis. 250.000 víctimas anuales es el número que trae para el siglo XV Jan Gehorsam en su articulo "Hambre divina de los aztecas". Veinte mil, en sólo dos años de construcción de la gran pirámide de Huitzilopochtli, apunta Von Hagen, incontables los tragados por las llamadas guerras floridas y el canibalismo, según cuenta Halcro Ferguson, y hasta el mismísimo Jacques Soustelle reconoce que la hecatombe demográfica era tal que si no hubiesen llegado los españoles el holocausto hubiese sido inevitable. Pero, ¿qué dicen estos constatadores inevitables de estadísticas mortuorias prehispánicas? Algo muy sencillo: se trataba de espíritus trascendentes que cumplían así con sus liturgias y ritos arcaicos. Son sacrificios de "una belleza bárbara" nos consolará Vaillant. "No debemos tratar de explicar esta actitud en términos morales", nos tranquiliza Von Hagen y el teólogo Enrique Dussel hará su lectura liberacionista y cósmica para que todos nos aggiornemos. Está claro: si matan los españoles son verdugos insaciables cebados en las Cruzadas y en la lucha contra el moro, si matan los indios, son dulces y sencillas ovejas lascasianas que expresaban la belleza bárbara de sus ritos telúricos. Si mata España es genocidio; si matan los indios se llama "amenaza de desequilibrio demográfico".

La verdad es que España no planeó ni ejecutó ningún plan genocida; el derrumbe de la población indígena —y que nadie niega— no está ligado a los enfrentamientos bélicos con los conquistadores, sino a una variedad de causas, entre las que sobresale la del contagio microbiano. La verdad es que la acusación homicidica como causal de despoblación, no resiste las investigaciones serias de autores como Nicolás Sánchez Albornoz, José Luis Moreno, Angel Rosemblat o Rolando Mellafé, que no pertenecen precisamente a escuelas hispanófilas. La verdad es que "los indios de América", dice Pierre Chaunu, "no sucumbieron bajo los golpes de las espadas de acero de Toledo, sino bajo el choque microbiano y viral",. la verdad —¡cuántas veces habrá que reiterarlo en estos tiempos!— es que se manejan cifras con una ligereza frívola, sin los análisis cualitativos básicos, ni los recaudos elementales de las disciplinas estadísticas ligadas a la historia. La verdad incluso —para decirlo todo— es que hasta las mitas, los repartimientos y las encomiendas, lejos de ser causa de despoblación, son antídotos que se aplican para evitarla. Porque aquí no estamos negando que la demografía indígena padeció circunstancialmente una baja. Estamos negando, sí, y enfáticamente, que tal merma haya sido producida por un plan genocida.

Es más si se compara con la América anglosajona, donde los pocos indios que quedan no proceden de las zonas por ellos colonizados -¿donde están los índlos de Nueva Inglaterra?- sino los habitantes de los territorios comprados a España o usurpados a Méjico.

Ni despojo de territorios, ni sed de oro, ni matanzas en masa. Un encuentro providencial de dos mundos. Encuentro en el que, al margen de todos los aspectos traumáticos que gusten recalcarse, uno de esos mundos, el Viejo, gloriosamente encarnado por la Hispanidad, tuvo el enorme mérito de traerle al otro nociones que no conocía sobre la dignidad de la criatura hecha a imagen y semejanza del Creador. Esas nociones, patrimonio de la Cristiandad difundidas por sabios eminentes, no fueron letra muerta ni objeto de violación constante.

Fueron el verdadero programa de vida, el genuino plan salvífico por el que la Hispanidad luchó en tres siglos largos de descubrimiento, evangelización y civilización abnegados.

Y si la espada, como quería Peguy, tuvo que ser muchas veces la que midió con sangre el espacio sobre el cual el arado pudiese después abrir el surco; y si la guerra justa tuvo que ser el preludio del canto de la paz, y el paso implacable de los guerreros de Cristo el doloroso medio necesario para esparcir el Agua del Bautismo, no se hacia otra cosa más que ratificar lo que anunciaba el apóstol: sin efusión de sangre no hay redención ninguna.

La Hispanidad de Isabel y de Fernando no llegó a estas tierras con el morbo del crimen y el sadismo del atropello. No se llegó para hacer víctimas, sino para ofrecernos, en medio de las peores idolatrías, a la Víctima Inmolada, que desde el trono de la Cruz reina sobre los pueblos de este lado y del otro del oceano temible.