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Campanas de tierra y cielo

Cuestiones histórico-filosóficas

El desafío de la esperanza Cristina

Siete consideraciones

(Audios de la conferencia)

Presentación

1. Qué es la Esperanza

2. La Esperanza: Virtud Teologal

3. Los frutos de la Esperanza

4. La esperanza e historia

5. Objeciones a la Esperanza

6. Qué necesitamos

7. Nuestra Señora de la Esperanza

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Los Cinco Nacimientos de Jesucristo


 

En la preciosa obrita de Fray Luis de León, titulada De los nombres de Cristo (Buenos Aires, Poblet, 1946), se nos dice, en un capítulo dedicado a la naturaleza del nombre: “trataremos qué cosa es esto que llamamos nombre, y qué oficio tiene”. Y así se hace,a lo largo de tres libros notables –que no son otra cosa que un diálogo entre Marcelo, Juliano y Sabino- del que dijo Menéndez y Pelayo, en su Historia de las Ideas Estéticas, que “sólo con los diálogos de Platón admiten paralelo, por lo artístico y lo luminoso.

      Pero más allá del valor poético y humanístico de esta obra (lo que no es poco decir), nos interesa aquí la precisión escriturística y teológica, la certeza conceptual con la que educe del nombre Hijo, la afirmación un tanto chocante del título de este trabajo.

      “Tiene nombre de Hijo Cristo” –dice Fray Luis- “porque el Hijo nace, y porque le es  a Cristo tan propio, y como si dijésemos tan de su gusto en nacer que solo El nace por cinco diferentes maneras, todas maravillosas y singulares. Nace según la divinidad, eternamente del Padre. Nació de la Madre Virgen, según la naturaleza humana, temporalmente. El resucitar después de muerto a nueva y gloriosa vida para no más morir, fue otro nacer. Nace en cierta manera en la Hostia cuantas veces en el altar consagran aquel pan en su cuerpo. Y últimamente nace y crece en nosotros mismos siempre que nos santifica y renueva”.

      Detengámonos en este quinto modo por el que Jesucristo sacia su gusto en nacer.

      La gracia es el favor, la gratuidad auxiliadora que el Señor nos otorga para contestar su requerimiento. Es un convite a participar en la vida misma de Dios, a ingresar en la intimidad trinitaria; y es asimismo un llamado sobrenatural al Cielo. La gracia de Cristo sana y santifica nuestra alma pecadora, porque es en cada uno de nosotros la fuente de santificación, si hemos de decirlo remitiendo a San Juan(Jn. 4,14; 7,38-39).

      Así completa en nosotros lo que El mismo comenzó, adelantándosenos y siguiéndonos, como lo dice bellamente San Agustín: “Su misericordia se nos adelantó para que fuésemos curados; nos sigue todavía para que, una vez sanados, seamos vivificados; se nos adelanta para que seamos llamados, nos sigue para que seamos glorificados; se nos adelanta para que vivamos según la piedad, nos sigue para que vivamos para siempre con Dios, pues sin El nada poemos hacer”.

      Todo esto le debemos al Quinto Nacimiento de Jesús; que es nada menos que el lavarnos y hacernos sarmientos de su Vid, acogiendo tanto el perdón como la justicia de lo Alto, “porque la justificación” –se ha enseñado en Trento- “entraña el perdón de los pecados, la santificación y la renovación del hombre interior” (Dz.1528).

      Le preguntaron capciosamente a Santa Juana de Arco si sabía que estaba en gracia. La heroica Doncella de Orleans –en quien Cristo gustaba nacer predilectamente- dio una respuesta paradigmática: “si no lo estoy, que Dios me quiera poner en ella; si lo estoy, Dios me la conserve”. Que es como haberle dicho, según Fray Luis: si ya has nacido en mi por quinta vez, Señor, déjame que mi ser se haga cuna y yo desvelo para tenerte siempre. Si aún no, no te tardes;concédeme la dicha de vivir pesebremente para merecer tu llegada.

      Siempre que nos santifica y renueva nace en nosotros. Mas la santidad no es vida ordinaria y defectuosa, como parece seguirse hoy de algunas doctrinas sedicentemente católicas. Es superación y vencimiento heroico de la existencia ordinaria y mostrenca, huera de virtudes y de batallas, hasta arrebatar el Cielo por asalto, como gallardamente se nos pide en las Escrituras. Es marcha ascendente que no cesa ni concede reposo, pues “el que asciende no cesa nunca de ir de comienzo en comienzo, mediante comienzos que no tienen fin”, según predicación de Gregorio de Nisa, que algo entendía de santidades.  Y la renovación aquí mentada, de la mano de Fray Luis, no es cambio, sino ratificación de lo permanente; como se renuevan las promesas del bautismo, o la fidelidad entre los esposos, o el vino fresco en odres viejos.

      Quédese Jesús entonces, quintamente nacido en nuestras almas; y “aguardemos en la Iglesia la gracia de la perseverancia final y de la recompensa de Dios, su Padre, por las obras buenas realizadas con su gracia en comunión con Jesús”. Otra vez, podemos volver a Trento para recordarlo(Dz.1576).

      Pero este nuevo Adviento que vivimos, bien permitiría contemplar ese segundo nacimiento, de quien –por Hijo- tanto gusto en nacer manifiesta. Nació de la Madre Virgen, según la naturaleza humana, temporalmente, le escuchamos decir a Fray Luis. Misterio de la Encarnación del Verbo, ante cuya lumbre –que eso es el misterio- más valdría enmudecer las palabras humanas por respeto a la sacra inefabilidad. Más valdría hacer silencio, porque en medio del silencio de la Noche nació la Palabra, y porque la Virgen Santísima es Madre Muda del Verbo que calla.

      Digamos apenas lo que desde siempre se dijo. Que en el cuerpo de Jesús, Dios que era invisible en su naturaleza se hace visible. “Id quod fuit remansit et quod non fuit assumpsit”, canta la liturgia romana : « permaneció en lo que era y asumió lo que no era ».

Digamos apenas lo que no debe dejar de decirse: que en aquel establo –de una pobreza genuina que no saben retratar los sociólogos sino los pastores y los ángeles- se manifestaba la gloria del mundo. Desde entonces, hacerse niño es la condición para entrar al Reino; abajarse, empequeñecerse, filiarse al Verbo Encarnado. Feliz y admirable intercambio –admirabile commercium, dice la Liturgia de las Horas-  por el que Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios.

      Bien pudo escribir Bernárdez -precisamente en pleno Adviento y extasiado frente al milagro de la Nochebuena en que el Todopoderoso toma las formas frágiles de un niño desvalido- que Dios se le hacía hijo en tales circunstancias. Las mismas en que no podía dejar de considerar con temor el desenlace de su propia vida, ni el tiempo irrevocable del fin de los siglos:

“Y te pido que nunca

me abandones, Dios mio;

que renuncies a todo

por quedarte conmigo:

que te tenga en mis brazos

como ahora, dormido,

y que no te despiertes

hasta el fin de los siglos”

      Y Alfredo Bufano, mirando filialmente a la Virgen en el desvelo de la Navidad, asoció dos ideas, naturalmente vinculadas: la “humilde y sosegada primavera de quien nació la flor más bella y pura”, y el fin irremediable, cuyo consuelo es saber que aún después de él, podrá vérselo al Señor en plenitud de majestad. “Y hazme dormir para que pueda verte”, dijo entonces el poeta. O Gonzalo de Berceo, cuando en su espléndida composición “De los signos que aparecerán antes del Juicio”, a la par que describe con maestría las señales postrimeras de “gran pavura”, trae a la memoria la dicha inmensa que “los ángeles del cielo ficieron un día” en el pesebre de Belén.

      Quédese Jesús al fin “segundamente nacido” en nuestras almas, y ante el milagro de la Navidad, digámosle a María:

Andabas por las calles nazarenas,

tallo enhiesto de Dios,eterno verde.

A tu paso los ángeles celestes

levantaban ojivas de azucenas.

Soñando con el Rey de los Amores

-desde Belén al Centro del Calvario-

tu vientre cobijaba los milagros,

tu corazón presentía los dolores.

A tu sombra la luz se deshacía

en salmos de alabanzas y loores,

y el agua del arroyo se olvidaba

el hilo del camino que seguía.

Madre de Dios, María, Flor de flores:

no nos niegues un día tu mirada. 

Semblanza de Jordán Bruno Genta

- I –

                                              “Mi nombre es la bandera jamás vista, impaciente de entrar en el combate”

                                                                                                                                      Gerardo Diego 

     Dirán las crónicas –y dirán bien- que Jordán Bruno Genta nació en Buenos Aires, el 2 de octubre de 1909; y que cayó asesinado por una banda marxista, el ERP 22 de agosto, en la vereda misma de su casa, el domingo 27 de octubre de 1974, rumbo a la Santa Misa. En plena guerra desatada por el Comunismo Internacional contra la Argentina, y militando activamente el caído “en el costado limpio de la batalla”; esto es, defendiendo a Dios y a su Patria.

      Dirán que cursó  su bachillerato en el Mariano Moreno, y que egresó filósofo de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, cuando promediaba el año 1933.

      Si se quiere seguir la fría línea curricular, anotarán los registros que llegó a ser Rector de la Universidad Nacional del Litoral, en la que se desempeñaba como profesor desde 1935; así como llegó a ser Rector del Instituto Nacional del Profesorado Secundario, en Buenos Aires, y Director de la Escuela Superior del Magisterio, en esta misma capital. Cargos todos a los que arribó en el momento inicial de la triunfante Revolución de 1943. Cargos todos de los que fue despojado, cuando dicho alzamiento militar traicionó su quicio católico y nacionalista, para dar inicio a la larga etapa populista, hegemonizada por uno de los personajes más crapulosos de la historia patria. La aristocracia política, intelectual y castrense le confió las riendas de la rehabilitación educacional que la nación necesitaba. La demagogia de los politicastros, los indoctos y los uniformados sin honor ni coraje, le arrebataron esa misma tarea que sensatamente le había sido confiada.

     Casi como un signo de los tiempos que sobrevendrían, en 1945, año de graves derrotas, Genta fue dejado cesante, y desde entonces jamás ocuparía sitial alguno en la vida pública nacional. Tuvo posibilidades promisorias en el extranjero. Las desechó para permanecer asido con firmeza a su tierra doliente. Tuvo otros ofrecimientos directivos en el ámbito universitario. Los rechazó arguyendo que debían restituirle primero lo que injustamente se le había arrebatado1.

     En la pared de su despacho del Instituto Nacional del Profesorado Secundario, había colocado un retrato de Don Juan Manuel de Rosas. Lo sacaron las hordas que tomaron por asalto dicha casa, el 2 de abril de 1945; claro y triste mentís a quienes imaginan lineas histórico-políticas contemporáneas presuntamente continuadoras del rosismo. Por la misma época, y movido por similar odio ideológico, sufrió otro embiste en la Escuela Superior de Magisterio, al que respondió con notable entereza2. Previamente, en 1941, el masón Silvano Santander, lo había declarado incurso en las llamadas “actividades antiargentinas”, grotesca bellaquería que agravia al fiscal, no al acusado.

     Hito tras hito podríamos continuar así el relato biográfico, o por mejor decir, y para su gloria, de fracaso mundano tras fracaso mundano, que el éxito de los hábiles le fue esquivo y reacio, prefiriendo siempre la soledad en la Verdad al error en compañia. Soledad aneja a las privaciones,a la cárcel, a las persecuciones llegadas en abundancia, sin que se le escucharan quejas, ni mucho menos protestas al cielo.

      Dirán más las crónicas si son minuciosas y gustan de las paradojas. Que Genta tuvo un padre ateo y anarquista, cuyas torvas convicciones buscó plasmar en el nombre elegido para su hijo. No pudo esta vez la sentencia marechaliana, recibiendo su nombre un destino propio, ajeno y contrario en todo al impío a quien intencionalmente remitía la paterna designación.

      Otra paternidad impropia se la daría la universidad reformista, transida de materialismo y de positivismo, con personajes tan funestamente tutelares como representativos, tales Francisco Romero, Alejandro Korn o José Babini. A su turno –cuando el discípulo se le iba inexorablemente de las manos- cada uno a su manera intento el “rescate”. Que tomó las formas de una epístola admonitoria, de una visita inquisidora o de una tentadora beca en Francia. El rechazaba todo, presintiendo ya una filiación más alta.  Le llegaría en 1940, cuando buscó voluntariamente el bautismo, en la Inmaculada Concepción de Santa Fe. Antes, claro, había optado por la Cruzada Española, oponiéndose a los rojos de alende y de aquende. Y un poco antes aún, había iniciado el derrotero intelectual hacia la Fe, releyendo a los griegos. De la paideia helénica pasó a la Paideia Christi, misterioso tránsito que no podría explicar en este singularísimo caso toda la sabiduría de un Werner Jaeger. Pero que retrató el corazón sacerdotal del Padre Eliseo Melchiori,cuando en las antípodas de Niesztche -que le reprochaba a Platón el haber tendido un puente de plata para que la humanidad pasara al cristianismo- se alegró de que “la admiración de la muerte de Sócrates” hubiera suscitado en Genta “una ascensión indescriptible”  que lo llevó “al comentario estremecedor de las siete palabras de Cristo en la Cruz”3.

      Buenos sacerdotes y laicos notables hicieron lo suyo, muy especialmente en Paraná. La gracia, como simpre, hizo lo más importante. Su admirado Coriolano Alberini, habría dicho al verlo bautizado, aquello que escribió en su Axiogenia: que “los valores surgen cuando la vida ha llegado a una conciencia de sí, y se manifiestan plenamente a la persona humana”. Al converso Genta - extraordinario caso argentino de una metanoia personal con universales resonancias-  esos valores se le encarnaron en bienes, y tuvo desde entonces la conciencia plena de que cabía vertir la sangre en su custodia.

     Estará bien, reiteramos, que las crónicas hagan los suyo y nos aproximen informaciones sobre su vida ejemplar. Pero creemos que a un hombre se lo conoce por sus amores, por su palabra, por su pensamiento, por sus frutos y por su muerte. Acerquémosnos a cada una de estas posibilidades.  

     -II –

                                                                         “Para conocer a un hombre, pregúntale lo que ama”

                                                                                                                              San Agustín

     Genta amaba a Dios Uno y Trino. Al Dios que crea las cosas nombrándolas, al Dios Verdadero de Dios verdadero, como lo definió Nicea. Al Dios que en Cristo se hace pobre, sin dejar de ser Rey. A la Iglesia, a la que se había injertado en la madurez de la  vida. Por eso su dolor fue tan grande ante la secularización y el falso ecumenismo, ante la cobardía de los pastores y la traición del clero, ante la herejía progresista y el silencio ominoso de quienes deberían haber hablado antes, mejor y más rotundamente.

     Amaba a la Patria, bien que no se elige, sino que se hereda y se impone. Bien cuyo “perfil esencial” calificó de hispano y de católico, sin olvidarse de las raíces helénicas y romanas. Por eso fue también grande su dolor al constatar la servidumbre en que se hallaba, el caos en que se hundía, la noche ruín en que se asfixiaba. Y llamó a los responsables de tan grande mal con adjetivos durísimos, convocando a la resistencia y a la lucha, sin renunciar a la esperanza.

     Amaba al hogar, porque “brinda la intimidad y protege el pudor de los miembros en un ambiente recoleto y vedado para los extraños”. Porque “allí y solamente allí, se atiende el peculiar modo de ser y se perfilan los caracteres. El más fuerte lleva la carga de los débiles, y se consuman en silencio los mayores sacrificios”4.

     Amaba asimismo el paradigma del amor cristiano, expresado en la unión de los esposos, en la fidelidad de los amigos, en el cuidado de los hijos, en la lealtad de los camaradas, en el esplendor de los arquetipos, en la promesa de los discípulos, y por sobre todo en su máxima expresión:el Verbo mismo, Cristo Crucificado y Resucitado. Por eso su dolor aumentaba si crecían, como crecían, las expresiones de vulgaridad y de plebeyismo, de ordinariez y de promiscuidad en las costumbres. “Cuando nos leía y comentaba textos de Castillo de Bovadilla sobre la nobleza, descubría el rostro auténtico de la sociedad, lo que debiera ser por mayor fidelidad a la idea divina”5.

     Amaba la Universidad.  Por eso su dolor al verla sin ciencia y sin logos, sin jerarquías ni sabiduría humana, huérfana de theoria y sumida en el más burdo ideologismo disociador. Desaristotelizada, para decirlo con un término por él acuñado, que gustaba repetir y lo condensaba todo. Porque si no está Aristóteles no está Occidente. Y si no está Occidente no está la Unidad del Saber.

     Dios, Patria y Hogar: la síntesis de sus amores y de sus dolores, la tradicional divisa.

     Si el Dios amado le era un familiar, por la virtud de la parresía. Si la patria amada lo era con amor filial, fraterno y esponsalicio, por la virtud de la pietas; el hogar amado era Iglesia Doméstica, por la virtud de la abnegación sin reservas. Allí lo conocimos, haciendo realidad  aquello que Anzoátegui diría de Chesterton, otro hombre-vida:

     “Creía en el milagro del pan y del tocino,

     y en la luz clamorosa que se oculta en el vino,

     y en el hada Morgana y el guerrero cruzado,

     y en la Virgen María y en el Verbo Encarnado.

     Y llegaba a las cosas, y les daba su nombre,

     Y las cosas estaban al servicio del  hombre”

     Amaba la Verdad, el Bien y la Belleza, de un modo principal, categórico, dominante. Verdad crucificada, que con San Juan quería izar sobre lo Alto, para que todos la contemplaran (Jn. 12,32). Bien que deseaba extender a sus compatriotas, para quienes reclamaba un “trato de honor”, cualquiera fuese el puesto o la misión desempeñada; Belleza que empezaba por manifestar en ese decir inigualable, ejercitado como un hábito en todas las circunstancias de la vida. Nada menos que Hugo Wast salió a reconocérselo: “Tiene Usted una prosa rica y profunda, como si fuera de bronce de Corinto, ese rico metal, producto del incendio de la ciudad, en que se fundieron y mezclaron todos los metales, desde el acero de las espadas, hasta el oro y la plata de los vasos sagrados”6.

     Amaba Genta a las Fuerzas Armadas de la Nación, cuyo encomio trazó en la línea lugoniana. Por eso le estremecía de espanto verlas reducidas a un manojo de profesionalistas asépticos, conducidas por badulaques, o hueras de una doctrina de guerra contrarrevolucionaria. Por eso no aprobó nunca que sus integrantes recibieran la orden de enfrentarse clandestinamente contra el terrorismo, o que optaran por combatir a los guerrilleros oculta y aviesamente, con sus mismos métodos. “No”, dijo, “esa manera de actuar es inadmisible. Si tiene que defenderse y combatir, el cristiano debe hacerlo en la luz y a cara descubierta, y no desde la sombra y con el rostro encapuchado. Los que tienen que desplegar la lucha armada son los integrantes de las Fuerzas Armadas de la Nación, quienes deben apresar abiertamente a los guerrilleros, juzgarlos públicamente según las leyes de la guerra, condenarlos públicamente y, si fuese posible, ejecutarlos públicamente”7. Amaba al fin , si se nos permite la redundancia, todos los modelos egregios del amor cristiano, desde el de los conyuges hasta el de los santos y los héroes. Y supo amar la buena muerte, que quiso, pidió y ofreció a Dios para sí mismo, siendo escuchado. Porque si algo merecía este varón singular, era morir en combate. 

     - III –

                                                                      

                                                                       “Luchador denodado contra una civilización cabalística”

                                                                    Padre Julio Meinvielle 

     Junto con sus amores esenciales, a un hombre, decíamos, se lo conoce en segundo lugar por su palabra, su conducta y su estilo.

     Su palabra tenía el peso del acero, la altura de la estrella, la exactitud de la geometría. Urgente y urgida, impetrante y profética, ora arenga, ora parábola, testamento o lección magistral. Remontaba vuelo, pero sabía volver al valle para dilucidarnos las necesarias cuestiones terrenas. Era el Orador del Verbo, el Orador de la Cruz en la dura cuaresma de la patria.

     Su conducta no conocía dobleces. Fue tenido por unos y otros como principista, intransigente, demasiado duro, excesivamente ortodoxo. Es el modo en que los rectos celebran y agradecen el comportamiento de los hombres eminentes; y es el modo en que los inferiores destratan a quienes no son tan tibios ni tan mediocres como ellos. Leída a derechas, le cabe la sentencia de Saint Exupery : “amo el agua pura y el vino puro, pero hago de la mezcla un brebaje para castrados”.

     Nunca aconsejó cuidarse. Nunca escogió conservar el puesto, ni admitió aquellos en todo incompatibles con la extrema coherencia. Nunca sacrificó la publicidad de la Verdad a la privacidad de los propios intereses. Nunca lo arredró saber que los enemigos no perdonan. Prefirió vivir un día de león a cien años de cordero. Eligió con Castellani “los cien pájaros volando al uno en mano”. “Mí cátedra es mi palabra”, nos decía. “Y también es mi vida. Mi palabra me compromete a mi solo. Yo no hablo respaldado por ninguna institución, ni por ninguna fuerza”. En efecto, lo cuidaban los arcángeles. Hasta que ellos mismos, aquel domingo de octubre, le cerraron misericordiosamente los ojos.

     Su estilo era alegre y optimista, jovial sin desbordes innecesarios, paternal sin afectaciones, afable y vehemente, generoso y caballeresco, galante y expansivo. Y porque sólo el humilde está en la Verdad, al buen decir teresiano, tenía Genta conciencia de sus debilidades y de sus dones. Si no alardeaba por estos últimos, tampoco simulaba no tener las primeras. Del famoso estilo prusiano que retrató Spengler, de seguro se le aplican dos atributos: la ordenación aristocrática de la vida, y el carácter que se rige a sí mismo.

     Lo recuerdo entregándome un valioso libro revisionista, que sacó de su biblioteca, para que yo pudiese replicar la zoncera de un profesor. Cuando quise restituírselo, me dijo apenas ésto: “yo no te lo he pedido”. Y comprendí que era un regalo. Lo recuerdo manuscribiéndome la Oración del Paracaidista Francés, para que supiera qué cosas conviene pedir y cuáles no. Lo recuerdo en un andén de Constitución, esperando un tren del interior que no llegaba nunca, desplegando una lección magnífica sobre el ejercicio de la paciencia. Lo recuerdo recitando a Baldomero Fernández Moreno, ante el nacimiento familiar de  una sobrina llamada Marcela.”¡Marcela, nombre de pastora y de princesa!”, repetía entonces con su voz bizarra. Casi como los hexámetros de Homero,o los pareados del juglar cidiano, podía improvisar y reiterar musicales frases ante determinadas situaciones.  Era su cultivo de la eutrapelia. Lo recuerdo enojándose en una reunión doméstica, por haber preferido la gaseosa al vino, asegurándome que esas  conductas serían penadas severamente en tanto ocupase la primera magistratura. Lo recuerdo una tarde veraniega, en una casaquinta, intentando unos fugaces malabares futbolísticos, ante el tierno reproche de su mujer, que lo ponía en aviso sobre el ineluctable paso de los años. Lo recuerdo erguido, enorme, protector, recibiéndome con mi futura esposa en el escritorio de su casa. Lo recuerdo –y no quiero olvidarlo nunca- cuando desplegaba su arte retórica, y las voces se hacían plegaría y poesía, saetas y tacuaras, laureles y tambores. “Nada grande en la vida se ha hecho sin pasión”, repetía con Hegel. La tuvo ordenada al logos, y por eso mismo fue hacedor de cosas grandes.

     En tercer lugar, un hombre se conoce por su pensamiento.

     Genta pensaba –y lo reiteró en su última conferencia- que “lo que necesita un pueblo es teología y metafísica”. Casi lo que había dicho Don Juan Manuel en su austero destierro, mate en mano: “lo primero que necesitan los pueblos es la calma y el silencio”.  Pensaba que una íntima juntura une a la polis con el alma, no siéndole indiferente a aquella el  movimiento ascendente o descendente de ésta. Pensaba que en materia antropológica sólo queda una opción de hierro: “un hombre dominado por sus impulsos y pasiones, o un hombre libre, que vive como San Francisco, muere como Sócrates, se destierra como San Martín, desface entuertos y venga agravios como Don Quijote, o colma su vigilia de serena sabiduría, como Aristóteles”8.  Pensaba en suma, que las dos banderas y las dos ciudades lo recorren todo, obligándonos a optar a cada paso. Los sofistas o el filósofo, las ideologías o la Idea, el Manifiesto Comunista o el Sermón de la Montaña, la escuela laica o la Pedagogía del Verbo, el ideal utilitarista o la preeminencia de la vida contemplativa, la concepción burguesa de la existencia o la consigna de Job, la trilogía jacobina o las tres virtudes teologales, la habilidad o la sabiduría, la masa o los arquetipos, la vida cómoda o el combate, la Revolución Mundial Anticristiana o la Doctrina de Guerra Contrarrevolucionaria; el populismo clasista y socialista o “un nacionalismo católico y restaurador, jerárquico e integrador, cristiano y argentino en su contenido y en su estilo”9.

     Como se advierte, el pensamiento de Genta, no se limitaba sólo al orden político, y aunque fue el ámbito en el que más repercusión tuvo, o por el que mayormente se lo conoce, la verdad es que se prodigó en otras disciplinas, tales la psicología, la filosofía, la teología, la sociología y la metafísica. Tengo ante mis ojos un cuaderno suyo, manuscrito, con las cien primeras páginas de un  Tratado de Cosmología, que quedó trunco e inédito. Sus reflexiones iniciales son sobre Heráclito, las últimas que llegó a escribir trazan un cuadro comparativo entre Santo Tomás y Duns Escoto. Con justicia pues,valoró filosóficamente su obra nuestro admirado Alberto Caturelli, quien lo llamó “caudillo socrático cristiano”10.

     Todo este tesoro de sabiduría clásica, tradicional y católica, lo desplegaba Genta en su casa, despojado que fuera como vimos, de cualquier apoyo institucional o de respaldos estructurales. En esa casa podía encontrárselo, trabajando austeramente durante largas horas. Al verlo así, volcado sobre sus papeles y libros, era imposible no traer a la memoria esa descripción que hiciera José Antonio de la figura de Mussolini,cuando lo visitara en Roma. Estaba firme, “laborioso junto a su lámpara, velando por su patria, a la que escuchaba palpitar desde allí como a una hija pequeña”.

     En ese mismo ámbito se veló su cuerpo, ya sin vida. En la cabecera del ataúd, la imagen de la Virgen, con un sable a sus pies. A la diestra una lanza, ensortijada con la cinta federal y el banderín argentino. Sobre su pecho amortajado, once rosas de sangre mártir, que se negaban a cicatrizar. Era el icono mismo del nacionalismo católico, el emblema de la victoriosa muerte martirial. Como en Jalisco, en La Vandée o en Alicante, pero en la Ciudad de la Santísima Trinidad, con nosotros de emocionados e indignos testigos. 

     - IV –

                                                                                                                “Por los frutos los conoceréis”

                                                                                                                                               Mt. 7, 16 

     En cuarto lugar, si no hemos perdido el  hilo de este relato, decíamos que un hombre se conoce por sus frutos. Delicada cuestión.

     Se ha dicho muchas veces que esta concepción de la vida, de la política y del magisterio que propiciaba Genta, resulta estéril a causa de su principismo, de su aferramiento a la theoria, de su ninguna inserción práctica o aplicabilidad inmediata. Se ha dicho que su prédica era inmovilista, en tanto rechazaba la praxis partidocrática, la acción pública en alguna de las variantes que el Régimen ofrece. Sin embargo —y he aquí la paradoja que queríamos resaltar— por ser cabalmente un theorico, era el hombre que mejor disponía al obrar. No al hacer, a la mera empiria o a las componendas y enjuagues, pero sí a las conductas coherentes, osadas, viriles. A las cruzadas, si fuera menester. Por eso - y es curioso cómo el enemigo reivindicó sin querer el orden natural- cuando el terrorismo marxista se resolvió a matar a nacionalistas católicos, empezó por Genta, por la cabeza, por el Maestro. Empezó, como corresponde, por el logos. El inmovilista era el que les perturbaba, precisamente porque con su ideario estable y perenne ponía en movimiento las inteligencias y los corazones. Los otros, los praxeólogos de toda laya, ubicuidad y oportunismo, los publicistas de la conveniencia de la contemporización, los propagandistas de las ventajas que trae el “infiltrarse en el sistema”, los componedores de mil fintas para obtener algún cargo, los eternos justificadores del arribismo, jamás fueron molestados. Sabedora es la refranera pólvora de que ella nunca debe gastarse en chimangos. 

     En sus enseñanzas, solía reparar Genta en un texto de Hegel, en el cual, más allá de los extravíos, el vigoroso pensador alemán acierta magníficamente. Es aquel extraido de las Lecciones sobre Historia de la Filosofía en el que se afirma que si alguna necesidad de defensa tuviera la “utilidad” de la filosofía especulativa, bastaría acercarse a las hazañas y a las gestas de Alejandro, el gran discípulo de Aristóteles: ”la grandeza de espíritu y las grandes empresas de Alejandro son el más elevado testimonio del óptimo resultado y del espíritu de tal educación (contemplativa), si Aristóteles tuviera necesidad de tales testimonios. El sólo hecho de haber formado a Alejandro basta para disipar todas las charlas acerca de la inutilidad de la filosofía especulativa”.

     Y bien, algo análogo cabe decir de Jordán Bruno Genta. Y no lo decimos nosotros, lo reconoce expresamente el enemigo. Cada vez que se detecta o se teme una reacción heroica, extrema, audaz, contra la subversión marxista, la subversión económica o la que fuere, empieza a circular el fantasma de Genta, como inspirador, teórico o doctrinario de tamañas actitudes. Cada vez que se sospecha o se quiere instalar la sospecha de un levantamiento castrense, se saca a relucir la peligrosidad del gentismo. Cada vez que se publica un libelo contra la militancia nacionalista, es Genta quien se lleva las palmas de los odiados y temidos. Cada vez que en los institutos militares se efectúan las consabidas requisas bibliográficas, de Genta son los libros prohibidos y confiscados. Y cada vez que se busca una explicación de esa epopeya gloriosa qué fue la guerra aérea en las Malvinas, vuelve a sonar el nombre de Genta, no sólo en boca de los pilotos más valientes, sino también en boca de los ingleses que han tenido que reconocerlo sin eufemismos. Abrase con alborozo, a modo de ejemplo, el libro de P. Eddy, M.Linklater y otros periodistas ingleses, titulado The Falklands War, editado en Londres, en 1982, y traducido al castellano como Una cara de la moneda. En el capítulo diecisiete, titulado El mirlo y el halcón, dicen claramente estos señores, que las convicciones espirituales de los pilotos argentinos para lanzarse a la desigual batalla con el arrojo y la pericia con que lo hicieron, las fueron recibiendo del magisterio de Genta “autor prolífico, que defendía la devoción no a la Constitución sino a Dios y a la Patria”11.

     Los denostadores de los teóricos, los críticos de los principistas, los de lengua fácil para enjuiciar purezas doctrinales desde sus maridajes ideológicos, debería reparar siquiera un instante en el valor de este ejemplo y en el ejemplo de este valor. Resuenan todavía sus palabras, entre aquellos que no se rindieron: “Si queremos liberar a la Patria en Cristo y nuestra opción política es el Nacionalismo cristiano, debemos comenzar por nuestra libertad interior, renovando los afectos, bienes y poderes en Cristo Crucificado. Desprendidos del propio yo y de todo lo que poseemos, amaremos a la Patria y al prójimo con un amor trascendente, despojado de todo carácter posesivo y que no busca nada suyo. Amaremos como Cristo nos amó, con una disponibilidad sin reservas para el servicio y con un espíritu de sacrificio que todo lo da sin esperar nada. Tan sólo así venceremos al mundo como lo venció Cristo. No tendremos en cuenta el éxito, sino el testimonio de la verdad y el ejemplo de los hacedores de la Verdad. El Nacionalismo que no se propone reconstruir a la Patria en Cristo, no es conforme con la realidad ni con la verdad del hombre; no es tampoco conforme con el origen, la raíz y la esencia del ser argentino. Perder en esta cruzada es todavía ganar, porque del fracaso y de la derrota irradia una ejemplaridad triunfal y arrebatadora sobre las generaciones futuras”12.

     Los frutos del pensamiento de Genta son esos jóvenes que han encontrado su vocación religiosa, filosófica o militar en las páginas de sus libros. Esos docentes que se conducen en sus tareas diarias sabiendo que existe una pedagogía cristocéntrica. Esos sacerdotes que tienen su sacrificio por modelo de conducta. Esos amigos, discípulos y camaradas que envejecen hidalgamente, guardando –memoriosos y nostágicos- los pormenores de su aleccionadora compañía. En estos treinta años que lleva ausente, la Divina Providencia nos ha permitido constatarlo. De viaje en viaje, por el Litoral o por Cuyo, por el Tucumán o por Córdoba, por el duro Chaco, la antañona Santiago del Estero o la señorial Santa Fe, por todos los rincones de la patria asoman y florecen los frutos espirituales de Jordán Bruno Genta. Todavía hoy recuerdo estremecido, cuando en el  cuarto de su parroquia, en General Alvear, provincia de Mendoza, me encontré con el retrato del maestro,que celosamente había colocado el Padre Reynaldo Viveros. El mismo que lo había acompañado cuando estudiaba en el Seminario de Paraná.  Otro tanto hacía el Padre Quintás, en su modestísima vivienda santiagueña. Los dos curas han muerto. Pero vivieron proclamando entre los suyos una filiación intelectual que sabían comunicar gozosamente. 

     -V - 

                                                                                                                        ¡Ni una lágrima! ¡Sin tristeza!

                                                                                              que la guerra

                                                                                                               se dirige desde el cielo

                                                                                                                    mejor que desde la tierra. 

                                                                                                                                                   Rafael Duyós 

     Por último, conocemos a un hombre por su muerte.

     Toda vez vez que se pierde el anhelo superior de conquistar la grandeza, se está ante un signo inequívoco de irremisible decadencia. Rotos los vinculos que entrelazan la vida con su Origen, las naciones y los hombres quedan de espaldas a Dios e inmersos en la nada. Entonces, sólo los elegidos son capaces de reaccionar, y sostener la mirada fijamente en el vértice exacto del que nunca debió descenderse. “Pocos hombres”, dirá Rilke,“sienten ascender en ellos un  impulso de obrar tan fuerte como para erguirse con ardor en la plenitud de su corazón; quizás  ocurra en los héroes y Ios elegidos del prematuro tránsito.” Tal es el caso de Jordán Bruno Genta.

     Signado por la Gracia de Dios, mantuvo fidelidad a Su Palabra en medio de la Gran Apostasía. Miró el abismo, más no para caer en él, sino para cruzarlo con la intrepidez del águila; y cruzándolo lo convirtió en peldaño hacia la eternidad. Así encaró la muerte, como el cruce de un abismo necesario que conduce a la infinitud. En tan augusta e irrepetible circunstancia, oyó el consejo de Agustín de Foxá:

     Para la muerte, hermano, te vestirás de fiesta,

     haciendo honor al limpio linaje de tu casta 

     Quien así moría era el mismo que frente a la corriente que todo lo envuelve en su cambio, había reivindicado el sentido de la Permanencia; y frente a la tentación del devenir nihilista opuso el valor de la identidad. “No os importe que los demás os contradigan” –arengó cierta vez a los jóvenes- “sólo debe preocuparos como a Sócrates no estar en contradicción con vosotros mismos”

     Dolíale la Patria, a la que entregó su inteligencia clara y su pasión fogosa, y en los umbrales de la plenitud, como vemos, la propia vida. Porque por encima de todo compromiso en el tiempo, estaba la férrea religación con la Verdad que no tiene tiempo. Sabía y enseñaba que “no hay ni puede haber Argentina Soberana sin que Cristo y María reinen en ella “, pero para aspirar a tan empinada condición era necesaria la disposición al sacrificio. Y la tuvo.

        Alguien muy próximo a él en el afecto, su esposa Lilia, había dicho, dolorida por la constatación, que no eran aquellos tiempos “de églogas, rimas y redondillas”.“Antes será el Combate y el entrevero, la tierra dura resquebrajada, el aire que huele a pólvora, aguas del río bajando rojas, y cada espina de los pencales de la montaña, goteando sangre. Cuando la espada corte los invisibles hilos del aire, sobre la tierra rescatada, será de nuevo -rosa inasible-  la poesía”.  Acaso fue un presentimiento, pero llegaron gotas de sangre y aires quemados, como llegaron, tras el martirio, los primeros poemas. Escribió el Padre Renaudiere:

El muerto estaba allí

en la colina viva,

el pulso de los verdes

crecía entre sus manos,

en la colina viva.

El ponía su antigua raiz

en el rio inviolable.

Y crecía.

Todo el bosque ascendía

hasta su boca abierta.

Todo hallaba desde sus labios puros

el nombre y su palabra.

Allí todo crecía.

Y el cuerpo, tan despierto

en las colina viva 

     Jordán B. Genta oyó a San Pablo. Y salió -heraldo nuevo para una proclama antigua- a predicar “oportuna e inoportunamente”. Jamás lo sujetaron moderadores consejos, pero nunca tuvo un gesto de arrogancia. Claro en sus convicciones, nos enseñó con el martirio libremente asumido, que no hay redención sin sacrificio, pero “ese sacrificio del hombre”, ratificaba, “tiene que ser partícipe por la Gracia de Dios, de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo para ser vencedor incluso en la derrota, y para que la vida verdadera surja de la muerte con nitidez fulgurante en la Esperanza Sobrenatural”.

     Hay que volver una y otra vez sobre las reflexiones de Genta a propósito de la figura de Monseñor Tiso, para entender su propia figura y su muerte mártir.

     Paradigmática es la alabanza que hace Genta del gran eslovaco, como emblema de una genuina política de soberanía física y metafísica. Paradigmáticas las razones en virtud de las cuales enseña que todo hombre de honor debe rechazar el éxito del mundo y homenajear a los grandes derrotados, a aquellos que a imitación del Señor, han resultado vencidos aquí abajo, por no abdicar de las cosas de arriba. Sin proponérselo se está retratando a sí mismo. “¡Qué deferencia más señalada!” –nos dice- “¡ser convocado para honrar a un vencido en la tierra!”. Es el alegato de un hombre superior que ha penetrado en la concavidad más recóndita del secreto del Calvario. La confesión, casi inefable, casi incomunicable, de quien ha visto de cerca la silente victoria del Viernes Santo. Es la inauguraciónb trascendente de la mañana y del gozo, tras la mera inmanencia de la pena y del crepúsculo.

     Pero algo más veía Genta cuando hablaba de su admirado Tiso. Tuvo “un destino envidiable” –proclamaba delante de sus compatriotas exiliados que lo escuchaban como a un maestro- “porque mereció el triunfo y la gloria del martirio. ¡El martirio, esa buena muerte, esa preciosa e insuperable muerte donde empieza la vida sin muerte!. Y largos años después de estas palabras, volviendo con fidelidad a rendirle homenaje al sacerdote caído, insistía con tono impetrante: “permanezco en el mismo lugar en que estaba entonces, y espero que la muerte me encuentre, en esa definición católica y nacionalista que profeso, y a la cual he consagrado mi vida”13.

     La muerte lo encontró a Genta como él quería. Y la tuvo “buena, preciosa, envidiable e insuperable”, cual la había descripto hablando de Tiso. Premonición misteriosa. O deseo recto y ardiente que se alcanza por merecimientos propios. O inspiración bajo el auxilio de la gracia, si se prefiere.

     Si los mártires de los últimos tiempos, dice San Agustín, no serán reconocidos como tales, no nos extraña el silencio inexplicable con que se rodeó y se sigue rodeando la ejemplaridad de su martirio desde los ámbitos eclesiásticos. Es lo propio de una jerarquía dúplice y medrosa, enferma de sincretismo, de pusilanimidad y de no pocas heterodoxias graves. Intentado que se hubo el inicio de la causa de la canonización, teniendo en cuenta que es un hecho probado que murió por odio a la Fe, la Comisión Arquidiocesana Para la Causa de los Santos , en carta del 24 de marzo de 2000, le respondió formalmente al Dr. Edmundo Paris –postulador de la causa- “que dado el carácter político de la personalidad del Profesor Jordán Bruno Genta, no es posible aún recomendar al Señor Arzobispo que acceda a lo solicitado”. Como si centenares de santos no hubiesen alcanzado los altares, precisamente a causa de su carácter político, esto es de su abnegada entrega al bien común. Como si la personalidad de Genta pudiera quedar ceñida al ámbito partidario. Como si la doctrina del nacionalismo católico, tal como él la predicó y ejercitó, fuera obstáculo para la beatitud. Es extraño que estos mismos pastores promuevan la canonización de un Angelelli, obviando su caracter político, explícitamente ligado al terrorismo marxista, y hasta trocando su fatal accidente automovilístico en un atentado. Es extraño, pero ya no inhabitual en los desgarradores tiempos que vivimos. Entretanto, “el Señor Arzobispo”, al que “aún no se le puede recomendar que acceda a lo solicitado”, honra al cabalista Maimónides, y festeja el Año Nuevo Judío en el Seminario Rabínico Latinoamericano.

     Pero más allá de las erráticas consideraciones del mundo, Jordán Bruno Genta ha sido reconocido por Dios en el Cielo como soldado e hijo digno. Y él, que desde el Alcázar de su Cátedra tantas veces había enseñado a morir “como un acto de servicio”, al llegar al cielo, bien pudo haberle dicho a Dios, parafraseando a Moscardó,“sin novedad, Padre...

     Esta es la verdad. Amaba Genta la buena muerte y la obtuvo como premio. La deseaba y la pedía para sí con una insitencia que tiene sabor a premonición, a misteriosa anticipación de un destino heroico, a clarividencia diáfana de la misión que Dios le había encomendado. Cuando al fin le fue concedida, la recibió con la naturalidad de un sacramento. Se persignó primero, para caer depués sobre el asfalto, a la vera de esos mismos árboles que se entreveían mientras él daba sus clases. Le es imposible a un alma sana, dejar de sentir aún el estremecimiento ante tamaño desenlace. Un hombre solo, sin cargos ni poderes, sin funciones públicas ni puestos influyentes. Un hombre solo y derrotado para el mundo; un hombre con su palabra preñada de verdad y de belleza, era el enemigo que molestaba al Régimen. Y el Régimen, a través de sus sicarios de turno –lo mismo dan sus siglas o divisas- se deshizo de él un domingo de octubre.

      Iguales o peores son hoy las circunstancias. Peores si se  admite que una corrosiva falsificación de la historia reciente, operada por los medios masivos en manos exclusivas de las izquierdas, agrega su cuota de perversión sobre una sociedad confundida hasta las heces. Sobre una patria por la que ya no bastan los ojos para llorarla, ni el corazón para sentirla herida. Sobre una  Iglesia prevaricadora en muchos de sus conductores y de sus miembros. Sobre una Universidad y unas Fuerzas Armadas disueltas y vencidas, sin norte ambas, sin prestigio ni honor ni decoro.

      Queda imitar a Genta. Aún en la soledad y en la adversidad, en la travesía y en el desamparo, en la zozobra y en el naufragio. Es posible el testimonio de la inteligencia y de la voluntad. Es posible querer convertirse en testigo. Y el derramamiento de la sangre de los justos, traerá la victoria que no puede llegar sino de esta manera.

      “¡Felices los insurgentes!”, le cantaba Pierre Pascal a Maurras, en uno de sus logrados sonetos. “¡Felices los puros, los reprobados, los insumisos, los defensores! ¡Felices los muertos por incendiarse el corazón! ¡Felices los encarnizados hasta los últimos cartuchos! ¡Felices en Don Quijote, los que han preferido, riendo del mañana, vivir a ojos, boca y pulmones llenos!”

      Feliz Jordán Bruno Genta, a quien se pueden aplicar estos versos exactos. Y ¡ay de nosotros!, y de lo que por nosotros el bien común dependa, si no somos capaces de recoger su espada, su bandera y su Cruz. 
 

-VI – 

                              “Que Dios te dé el descanso eterno y a nosotros nos niegue el descanso”  

                                                                                                                            José Antonio 

     Nadie puede abandonar lo que ha creado sin quedarse en la creatura. Enigma insondable que sólo descifra el amor, “regalo esencial”, por el cual el milagro de la trascendencia se hace inteligible. Inmóvil secreto que expresara San Agustín cuando decía: “El alma está más donde ama que en el cuerpo que anima”. Esta facultad del alma -asirse a lo que ama, fundirse en lo creado- sobrevive a los años y a la muerte; más aún cuando se ha muerto mártir, que es la forma más alta de morir.

     El martirio, acto supremo de amor, don de la sangre, coloca al hombre en imperecedera situación de presencia. Despojado de todo, el mártir nos entrega día a día el ropaje asombroso de su desnudez intacta. La huella de su paso colma el hundido centro de la ausencia. Por eso, y tras tres décadas de su muerte, no se trata de recordar a Genta con dolor, sino de recrear alegremente su presencia.

     Debemos heredar para la Patria esa presencia vibrante, ese imperioso legado de cuya plena realización depende el destino nacional. Porque en la encrucijada argentina sólo sigue quedando una opción salvadora, la que él entreviera cuando predicaba que aquella sentencia de Cristo, el “sin mí, nada podéis hacer”, vale tanto para los hombres como para las naciones. De ahí la inutilidad de todo planteo ideológico que desconozca la raíz teológica. De ahí que dijera una y otra vez: “si queremos liberar a la Patria, y nuestra opción política es el Nacionalismo, debemos comenzar por nuestra libertad interior renovando los afectos, bienes y poderes en Cristo Crucificado. Desprendidos del propio yo y de todo lo que poseemos, amaremos a la Patria y al prójimo con un amor trascendente, Amaremos como Cristo nos amó, con una disponibilidad sin reservas para el servicio y con un espíritu de sacrificio que todo lo da sin esperar nada”.

     Así hablaba Genta, con “el divino ardor de la palabra que arrebata y entusiasma, para vivir con sentido de grandeza hasta las mas ínfimas de las tareas cotidianas”. Lo escribió a propósito de la correspondencia entre San Martín y Rosas, instando a los jóvenes a que la leyeran. Ahora nosotros le aplicamos a sus escritos sus propias y edificantes palabras. Porque fue la mirada fiel a la Mirada que no transó jamás con la mediocridad y la mentira. Fue la conducta vigilante, tensa, del que sabe que sólo tiene sentido despertar ante Dios. Fue la violencia de la Verdad, ante el escándalo de los timoratos, que no comprenden que “el Reino de los Cielos es para los violentos”. Y fue bien lo sabemos- el centinela sin relevo de la Patria, que desde la atalaya de su verbo profetizó los males que la estaban acechando. El mostró reiterativamente la dañina propiedad de la democracia para subvertir a la Nación. Y lo hizo anticipadamente, mientras muchos contemporizaban o cedían. Pero su voz no se tuvo en cuenta, pues por ella hablaba la Argentina antigua, heroica y teologal;y la Argentina Oficial, esa del cuarto oscuro y los comicios, no quería ni podía escucharlo. Por eso lo silenciaron, y sin saberlo, fue la primera vez que le dieron la palabra.

     Los asesinos, víctimas de su propia concepción zoológica, jamás alcanzarán a comprender que, pese a ellos mismos, fueron instrumentos en el plan de Dios. Por que él debía morir así: de pie, persignándose, su talla de gigante entre el cielo y la tierra, a plena luz del día, en un acto de servicio, “sosteniéndole la vista a la derrota”. Por eso tampoco nos quejamos. Aprendimos al fin a recitar la difícil Oración del Paracaidista que nos entregara en plena adolescencia: “...Quiero la inseguridad y la inquietud, quiero la tormenta y la lucha, y que tú me los des, Dios mio, definitivamente...” Nosotros, que reivindicamos la vida incómoda y el paraiso implacable, estamos muy lejos de enhebrar jeremiadas.

     ¿Qué diría hoy Genta si viera el actual estado de descomposición? Creemos que nos conduciría hacia un rincón de su biblioteca. Allí donde guardaba las fatigadas obras de Platón. Y abriéndolas en las páginas del Fedón, nos leería con su voz sonora aquello de que “el hombre está en el mundo como un centinela, en un puesto que no puede abandonar sin permiso de Dios”, y que entretando, “la sabiduría es la única moneda de buena ley por la que se deben abandonar todas las otras”. O que tal vez nos recordaría aquel pasaje tan aplaudido de su última conferencia: “La Argentina que yo quiero, es una Nación como aquella que ya existió, como aquella de los años 1848-49-50, cuando la más poderosa potencia del mundo. Inglaterra y luego Francia, una con Southern, la otra con Lépredour, firmaron con Arana, con Juan Manuel, los tratados más honrosos de la historia argentina. Yo quiero una nación como aquella que un día, todo el pueblo porteño fue convocado al puerto, y ante ese pueblo de varones y mujeres fuertes, entró en la rada la fragata inglesa Harpy, arrió el pabellón inglés, enarboló el pabellón argentino y lo desagravió con veintiún cañonazos”.  Por esta Argentina y por este magisterio, seguimos en combate.

     Supo escribir Gerardo Diego ante un muerto cercano y encomiable, que era “vergüenza vivir cuando los buenos mueren”. Que abajo, quienes quedamos, “cantamos y cortamos las flores del poniente”. Mas “las del alba tú solo las cosechas, celeste, del jardín de la vida, tras el mar de la muerte”.

     Allí ha de estar entonces, ya sin sombras de dudas, en el altísimo prado, Jordán Bruno Genta, cosechando las flores del alba. Porque Dios así restituye la gloria a quienes lo sirvieron en vida.

     Nosotros aquí, a despecho de tantas persecuciones e incomprensiones, de tantas soledades y pruebas, queremos continuar el camino que nos trazó con su ejemplo. Precisamente porque los tiempos son difíciles, porque los recursos son pocos, porque los desertores abundan y los cobardes acechan. Precisamente porque pareciera que está todo perdido y queda por ganar la vida eterna lidiando contra el Maligno. No es mal destino, si se sabe ser dócil a las ultimidades de la historia.

     Nosotros aquí, una vez más. Escuchando –como los soldados de Enrique V en vísperas de San Crispín- la promesa magnífica y certera reservada a los que sean capaces de jugarse sin reservas: sus nombres serán resucitados por el recuerdo viviente de los descendientes, y serán saludados con copas rebosantes. Los que no hayan participado de la contienda se sentirán viles, y los protagonistas –aún tumbados- serán ennoblecidos por el coraje.

     Nosotros aquí, en este cotidiano entrevero de querer recordar y emular al testigo de la verdad. Para no sentir “vergüenza” de seguir viviendo. Hasta que la flor del alba –señera, firme,altiva- reverdezca luminosa regada con nuestra propia sangre.

     El rio de tu nombre es sacramento

     -la voz del cielo al agua y la paloma-

     tu cuerpo es el torreón que se desploma

     sin rendir armas ni lanzar lamento. 

     Como una profecía, el juramento

     de dar tu sangre por la patria, asoma.

     Era el martirio un ámbar en redoma,

     cristal herido, fiel presentimiento. 

     Nos dejas las honduras y las galas

     de esas lecciones que en tu voz tañían,

     los libros del combate jubiloso. 

     Y un abril por el sur nos dejas alas

     que el invasor dedujo que tenían

     la fuerza de tu verbo victorioso. 
 

Jaime García Vieyra

- I –

Retrato 

      Jaime García Vieyra quiso llamarse para siempre Fray Alberto, cuando decidió su ingreso a la Orden Dominicana, en la que profesó hacia 1935. Antes había estudiado medicina y hacia allí parecía rumbear su vocación.

      Pero había nacido en la hermosa ciudad de Altagracia, en 1912. Y Córdoba lo puso providencialmente en contacto con ese maestro singular que fue Martínez Villada. Junto a él, en el Instituto Santo Tomás de Aquino, descubrió el llamado sacerdotal, como lo hicieran otros notables condiscípulos. Tal, el inolvidable Padre Mario Agustín Pinto.

      La filosofía la cursa en Córdoba y en Buenos Aires, la teología en el Angélico de Roma, hasta que se ordena en 1939, y se doctora tres años después con una tesis sobre los dones del Espíritu Santo en San Alberto Magno.

      Recorrió diversas provincias de la patria. Rezó y estudió intensamente. Predicó la Verdad sin fisuras, dejó múltiples y esclarecedores escritos, y al fin, en pleno Adviento, murió el 20 de diciembre de 1985, en la ciudad de Santa Fe1.

      Allí lo conocimos, cuando terminaba la década del ’70. Tenía fama de santidad y de sabiduría, dicha la frase sin hipérbole alguna. Era un dato cierto –un secreto a voces- que las inteligencias sacerdotales y laicales más prominentes, cuando estaban ante alguna duda teológica lo iban a consultar a Fray Alberto. Era otro dato indiscutido que el hombre consultado tenía tanta seguridad en las respuestas como tolerancia cero, no ya frente a errores formales sino ante comunes contemporizaciones con el error. Y era al fin una tercera certeza, que este hombre de hablar monótono y cansino, pronunciaba los juicios más categóricos y esclarecedores, las verdades más rotundas y definitivas, sin inmutar su serenidad , su gracejo, y su imborrable tonada.

      Sentí temor y temblor al verlo sentado entre quienes iban a escuchar la conferencia que me habían pedido unos amigos santafecinos. Y lo manifesté públicamente, con palabras de enfático reconocimiento a su trayectoria, su persona y su ciencia. El se rió de sí mismo, estruendosamente, como para compensar en público el elogio que en público le hacía. Y al acabar mi clasesita, me retó en privado –seria y paternalmente-  por haber mortificado su modestia. Entonces, sólo entonces, cuando lo vi verdaderamente herido en su decisión de ser apenas un grano de mostaza que pasa inadvertido, comprendí la  verdad de la otra leyenda que pesaba sobre el Padre: la de su humildad extrema.  Años después, publicaría su meditación precisamenmte sobre la humildad, que habría de leer con fruición2. Pero yo ya había recibido la lección práctica, y no la había olvidado.

      Una segunda lección me fue dada durante un Congreso en Rio Tercero, provincia de Córdoba. Me tocó estar en un panel con abundancia de católicos oficiales, algunos de los cuales intregraban el equipo asesor de un Ministro de Educación, cuestionado en aquellos días por las izquierdas a causa de una materia llamada Formación Moral y Cívica, que había incorporado a la enseñanza media con mejores intenciones que recta doctrina. Los expositores pugnaban por demostrar que la susodicha asignatura era respetuosa del pluralismo y de la libertad de creencias. Y lo peor es que casi estaban convenciendo a muchos. El Padre se hallaba sentado en la primera fila de asientos. Se las ingenió para hacerse oir sin micrófono, recordando que una ley o una medida de gobierno no es buena si conforma a los creyentes de todo tipo y laya, si no si conforma a Dios y guarda conformidad con las enseñanzas de la Iglesia. Un aplauso casi generalizado coronó su oportuna intervención. Al llegarme el turno de hablar, sólo quise decir que me contaba entre quienes habían aplaudido estentóreamente a Fray Alberto.

      Con razón los frailes Daniel y Rafael Rossi, O.P, al presentar su enjundioso Catecismo, testimonian con gratitud y coraje su “palabra de contemplativo: profunda y luminosa, bella y clara”, y lo reconocen como arquetipo vivo a quien tuvieron la gracia de poder emular en el “período de formación” en “la vida religiosa”3.

      Ya había muerto el fraile cuando regresé al Convento de Santa Fe. Me recibió mi dilecto y admirado amigo, Fray Armando Díaz, O.P, uno de sus hijos espirituales que más empeñosamente ha reivindicado su vida y su obra, continuando con el mismo espíritu. Le encarecí que me llevara ante su tumba. Está debajo del altar mayor, en una cripta. A solas frente al ataúd del glorioso cura, me sonaron como pronunciadas por primera vez aquellas antiguas palabras del Credo:creo en la resurrección de la carne. 

- I –

Una obra de misericordia 

     Aunque la vida y la obra del Padre Alberto García Vieyra pueda presentarse, como pocas, al modo de una unidad orgánica al servicio de la educación católica; y aunque pueda afirmarse, genérica pero propiamente, que educó con su palabra y con sus actos, nos ha dejado sin embargo una diversidad de trabajos, en los que esplende -de un modo ya específico y directo- su sólido pensamiento pedagógico.

     Nos referimos, en este orden, a cuatro valiosos tratados: Ensayos sobre Pedagogía, según la mente de Santo Tomás de Aquino (Buenos Aires, Desclée de Brouwer, 1949), Política Educativa (Buenos Aires, Huemul, 1967), Los fines de la educación, ponencia presentada en las Primeras Jornadas de Filosofía de la Educación, convocadas por la Facultad de Ciencias de la Educación de Paraná de la Universidad Nacional de Entre Ríos, en septiembre de 1 977, y El legislador frente a la pedagogía, nueva ponencia defendida esta vez en las Jornadas Educativas realizadas en Santa Fe, por la Hermandad Seglar de Santo Domingo, entre mayo y junio de 1984.

     Son cuatro obras notables, frutos de una verdadera artesanía espiritual, en las que pueden admirarse la sabiduría del teólogo, la ciencia del filósofo, el sentido común del auténtico pedagogo, pero sobre todo, la caridad del maestro católico, que ha entendido y cumplido la olvidada lección catequística de que enseñar al que no sabe es una obra de misericordia. En consecuencia, no es posible cultivar y ejercitar ningún magisterio auténtico, sin la asistencia de los dones del Espíritu Santo; ya que sólo ellos -como dictaba San Pio X- nos dan la prontitud necesaria para perfeccionar la vida cristiana.

     He aquí la rotunda e inicial afirmación de Fray Alberto. Educar es mester de miser cordis: asistir el corazón mendicante del otro. No en lo que el término connota de huero sentimentalismo, sino en tanto define la interioridad creatural. Porque ordenado al Cor Jesu, el corazón del cristiano cumple “un papel glorioso y manifisto”, ha dicho  Von Hildebrand4 . Nadie puede llegarse hasta los lindes de la intimidad del prójimo, con el propósito de elevarlo, si no posee la ciencia y el consejo, el entendimiento o el temor de Dios, y aquellas otras fuentes de Luz que nos dejó el Paráclito. Un verdadero peregrinaje hacia la alteridad, podría haber dicho Leon BIoy.

     Obra de misericordia, dones del Espíritu Santo, Pentecostés como fiesta pedagógica por antonomasia, ¿podrán comprender e imitar este primer aprendizaje, esa multitud de docentes que se llaman católicos apenas porque trabajan en escuelas parroquiales o congregacionales? ¿Será posible que alguna vez vuelvan la mirada hacia los saberes fundantes y desechen las modas culturales impuestas alternativamente?

     Aquellos cuatro trabajos mencionados del Padre García Vieyra requerirían para su análisis y aprovechamiento, mucho más que estos descoloridos y breves apuntes, pues campean entre sus páginas eruditas reflexiones sobre el objeto formal de la ciencia pedagógica, el papel del interés del niño en el acto educativo, los bienes y las virtudes que la escuela debe comunicar, la crítica a los sistemas naturalistas y laicistas, el sentido del magisterio pontificio o la actualidad del pensamiento del Doctor Angélico. Un regenerador baño de realismo y de apologética en un terreno minado de eclecticismos y de defecciones.

     La prudencia sin embargo nos ha hecho seleccionar sólo dos cuestiones. Una en razón de su actualidad y perentoriedad; la otra, paradójicamente, en razón de su perennidad.

     Hablaremos entonces de lo que debe ser una ley educativa y de lo que debe ser el maestro

     - II –

     La ley educativa 

     Respecto de la primera cuestión, sus requisitos de legitimidad bien podrían quedar contenidos en una decena de afirmaciones.

     En primer lugar, que en una nación histórica y constitutivamente católica, la fe verdadera no puede quedar reducida a una opción individual más. La doctrina siempre vigente de la Realeza Social de Jesucristo, obliga a informar con la Cátedra de la Cruz todas las manifestaciones públicas de la vida comunitaria; y va de suyo que una de esas manifestaciones capitales como es la educación no puede ser la excepción a la regla. Ninguna ley -sostiene el Padre García Vieyra- ningún legislador honrado, puede darle la espalda a la pedagogía de la Gracia Divina, a la Pedagogía de la Redención, a la Pedagogía de Cristo. Sin ella podrán arreglarse tal vez problemas y situaciones instrumentales, pero no podrá resolverse la salvación. Una nación para salvarse necesita lo mismo que un alma: fidelidad a la Verdad Crucificada.

     En vano se ensayarán leguleyerías anodinas o eclécticas, híbridas o pluralistas. En vano se cubrirá con la oquedad de un palabrerío pseudotécnico la ausencia de definiciones tajantes. Una ley no puede conformar a todos; esto es, a los irresponsables constructores de la torre de Babel. Una ley debe ordenarse al Autor de la Ley.

     Y algo más recuerda Fray Alberto en este punto: la omisión de lo necesario es intrínsecamente repudiable. De modo que establecida como necesidad doctrinaria la aseveración de la Principalía de Cristo, no le es dable a ningún bautizado renunciar a su explicitación. Porque el Señor no renunció a explicitar con sangre su amor por nosotros.

     No se sigue en consecuencia, que se especule con la interpretación más o menos acristianada que de tal o cual artículo de una legislación errónea pudieran hacer los creyentes. De poco vale, por ejemplo, aferrarse a la inclusión de la palabra trascendencia en un texto legal, con la mediocre ilusión de fundar a partir de allí una correcta antropología. Se está omitiendo lo necesario; aquello que disiparía la utilización ambigua del término, tornándolo potable para budistas, acuarianos o islamitas. Y aunque nos hayamos acostumbrado a vivir pecando de omisiones y aceptándolas en los demás y en los gobernantes, la incómoda realidad es que el escamoteo de lo necesario -y de su afirmación pública, expresa y concreta- es una forma de traición sutil pero no menos grave.

     En segundo lugar, la ley que exprese una recta política educativa debe girar alrededor del débito de justicia que la comunidad tiene para con los educandos.

     Repetirá una y otra vez el Padre García Vieyra este concepto. Si es cierto aquello que recordó el Concilio Vaticano II, en la Gravissimun educationis momentum, de la mano de la Divini Illius Magistri, de que todo hombre tiene derecho a una educación conforme a su fin último, a las costumbres y tradiciones patrias; la comunidad, esto es la nación jurídica y politicarnente organizada, queda obligada a una deuda de justicia para con ella misma y con los ciudadanos que la integran. Y esa deuda sólo puede saldarse educando en el cultivo de la triple filiación creatural: la divina, la histórica y la carnal.

     El reclamado débito de justicia, en una palabra, no es otra cosa que el formar las inteligencias y las voluntades en el servicio a Dios, a la Patria y al Hogar. El legislador que no reconoce estos derechos, es un legislador injusto. Lo mismo vale decir para aquel que no se atreve a enunciarlos y a incorporarlos expresamente en una ley. Tambien se lavó las manos Pilatos -escribe Tamayo y Baus- pero no hay manos tan sucias que aquellas manos tan lavadas.

     Libre de eufemismos y de elipsis, el lenguaje de Fray Alberto, llama injusta e injusto a la legislación y al legislador que no cumplen con el reclamado débito de restituir todas las cosas al Padre.

     En tercer lugar, el legislador, al realizar su arte propio de legislar en materia educativa, no debe perder de vista que está cumpliendo una función moral y que, por lo tanto, debe guiarse por los principios del Orden Natural en que toda verdadera ética se funda. No puede hacer su voluntad, ni imponer su ideología o suscribir las corrientes y tendencias en boga. No puede volcarse hacia el relativismo ni hacia el pragmatismo moral. Por el contrario, conociendo y amando al Orden Natural, comprenderá aquello de Chesterton, de que si quitamos el Orden Sobrenatural, no queda el natural, queda la nada.

     Bien advierte Shakespeare en su Enrique VI, la amarga confesión de quien dice: “he sido siempre un tunante respecto de las leyes, y como nunca he podido ajustar a ellas mi voluntad, prefiero que las leyes se acomoden a mi gusto”. Fue la razón por la que Martín Fierro -saltando de un clásico al otro- se quejaba de la ley que es “tela de araña”, pues “la teje el bicho grande mas sólo enrieda a los chicos”.

     Legislar, en suma, (y legislar en materia educativa no es una excepción) es un acto moral. Y la moral no es invento humano. Oportuno sería al respecto, para quienes crean que esto es obsoleto, volver sobre las páginas aún fescas de la Veritatis Splendor de Juan Pablo II

     En cuarto lugar, si la ley tiene que ver y que atender lo que sea objetivamente justo; si la nación soberana in solidum, no puede ni debe faltar a la justicia, y Dios es Justo,como dice la Escritura, los católicos de una patria católica no le estamos pidiendo ninguna dádiva ni ningún favor al legislador cuando le pedimos la educación en la Verdad. No le estamos sugiriendo concesiones sino exigiendo obligaciones. Le estamos reclamando lo que nos corresponde, personal y comunitariamente, y que nos fuera arrebatado por una política facciosa, secularista y errática.

     La legislación, insiste el Padre García Vieyra, debe formar una conciencia cierta, no falsa. Cierta por lo que afirme y por lo que rechace. Y ni el naturalismo ni el laicismo, ni el sincretismo y las diversas posturas materialistas e inmanentistas, satisfacen esta demanda de justicia. Porque la común negación de todas estas corrientes es el fin sobrenatural del hombre. Y negándoselo o desconociéndoselo, ningún acto de justicia es posible emprender.

     Acostumbrados a andar en retirada, a pedir perdón por existir en tanto tales, los católicos han terminado convencidos de que una enorme deferencia se les hace, cuando un gramo de Orden Natural se deja caer de rondón en la legislación educativa. Fray Alberto nos exhorta y nos conmina en sentido opuesto. No son primero nuestros derechos subjetivos los que están en discusión, sino los deberes del legislador respecto de los derechos de Dios.

     En quinto lugar -y aquí el estilo frontal del Padre se vuelve imprecante- es falsa y es injusta toda ley librada al capricho de un Ministro de Instrucción Pública o al socaire de la última reforma constitucional. Lo sostuvo hace cuarenta años desde las páginas ya mencionadas de su Política Educativa, y como ocurre con todas las afirmaciones veraces, parecen dichas para el día de hoy.

     Ese subjetivismo del legislador, ese capricho reformista del gobierno de turno, esa arbitrariedad innovadora de cada gabinete o de cada equipo de “expertos”, está en la base de todas las falsedades e injusticias político-educacionales.

     Las leyes deben ligarse a una responsabilidad ineludible: la de referirse a hombres enteros, con raíces históricas y tradiciones invulnerables. A hombres que sean -como sintetizaba José Antonio- “portadores de valores eternos”. Y si es sensata la enseñanza de San Agustín en su De Libero Arbitrio, sobre el carácter revocable o mudable propio de las leyes temporales, más sensata aún, si cabe, es su prevención en el sentido de que hay leyes perennes que no pueden revocar los dictámenes circunstanciales de los hombres, y que allí mismos están obligados a proclamar.

     Tampoco puede avanzar el subjetivismo legislativo en materia teleológica. Los fines de la educación no corresponden ser enunciados o fabricados por el legislador, sino descubiertos y aceptados. Esos fines brotan de la misma naturaleza humana, y no es lícito -como sucede con inaudita frecuencia- elaborarlos y ejecutarlos a partir de opiniones particulares. Como no es lícito asimismo, en materia de fines, desconocer el llamamiento del Bien Común o reemplazar su entidad por construcciones ideológicas.

     El Padre García Vieyra sigue hablando duro. Todas esas fórmulas teleológicas que proponen la educación para la democracia, o para la vida, o para la libertad o para lo que fuere, son falsas e injustas; desconocedoras de la recta antropología y de los fines reales de los hombres y de las comunidades.

     La ley tiene que promover y asegurar el Bien Común; y el legislador del ámbito educativo ha de saber que cuenta para ello, con la formación de los hábitos virtuosos, con la jerarquización de los bienes, con el fomento del respeto a la unidad del saber. Y que todos estos principios deben hacerse carne en la formación de los docentes, en la elaboración de los programas, en la redacción de los contenidos, en la labor cotidiana dentro del aula.

     En sexto lugar, la legislación escolar debe ser orgánica; es decir, debe tener un orden: o mejor dicho, debe reconocer el Orden. No es ordenado, por ejemplo, darle prioridad a los saberes técnico-instrumentales por encima de los saberes teológicos y filosóficos. O subordinar la contemplación a la acción, la unidad a la multiplicidad, la calidad a la cantidad. No es ordenado posponer o ignorar a la Divina Providencia.

     Se habla tanto de ciencia, se siente tanto orgullo al mencionar a la ciencia de la educación, se blasona tanto de cientificidad. Ninguna ciencia educativa puede desconocer la existencia del pecado original, como bien lo decía Pío Xl; que es reiterar también, una vez más, que no se puede ignorar la vida sobrenatural del educando. La forma de tener una ley científica, es teniéndola justa y ordenada, y lo propio de la justicia y del orden es permitir que el hombre cumpla con el fin que se le ha asignado.

     Leyes orgánicas no son aquellas que abundan en detallismos formales, sumergidos en una marea pedante de incisos y subincisos. Leguleyería hueca que apenas si puede encandilar a las inteligencias vacías. Leyes orgánicas -y se nos perdonará la redundancia y la insistencia- son aquellas que reconocen el Orden.

     En séptimo lugar, y de acuerdo con lo antedicho, cabe concluir -y concluye valientemente el Padre García Vieyra- que si la ley deja a los ciudadanos ineptos para integrarse a los bienes sobrenaturales específicos de una Civilización Cristiana, comete una ofensa y un daño que no le será fácil reparar. Lo mismo, si convierte al Estado en fiscalizador omnipotente y absoluto, y reemplaza su condición de subsidiario por la de tiránico empresario. No se puede aplicar a la legislación escolar la ley de la oferta y la demanda.

     Pero es aquí donde el régimen liberal ha cometido una de las más flagrantes contradicciones y uno de los más hirientes atropellos. Ha predicado por un lado, la conveniencia de desmantelar el poderío estatal; no hay crítica que no se le haya formulado al Estado, en nombre del antiestatismo. Ha renunciado a la idea misma de un Estado ético y soberano, y le ha suprimido todos los medios prudencialmente aconsejables para que lo fuera. Sin embargo, mientras esta demolición se consumaba, el Estado se volvía omnipotente y discrecional en materia educativa. Y no se trataba ciertamente de un Estado concebido al modo de Oliveira Salazar como persona de bien, sino como instrumento de control del programa revolucionario anticristiano.

     Ayer y hoy resuenan las palabras de Fray Alberto: ‘la legislación argentina no se distingue por su sensibilidad juridica. Es lo menos inteligente que se conoce”. Lamentamos tener que extender el juicio a otras muchas legislaciones.

     En octavo lugar, toda ley educativa justa debe asegurar la titularidad de los padres a la educación de sus hijos. Y respetar los derechos de la Iglesia, como mater et magistra, que no pueden equipararse a los invocados por las sectas o los falsos cultos.

     Son dos afirmaciones complementarias, si bien se miran.

     Hay sólo un par de padres terrenos. El hijo es naturalmente algo de ellos, dirá Santo Tomás en el artículo doce, cuestion décima de la II, lIae de la Summa. “Será pues contra la justicia natural que el niño, antes del uso de razón, fuese sustraído al cuidado de sus padres”. Y se peca contra esta norma, no necesariamente con los extremos violentos de ciertas medidas de los países comunistas, que arrancan decididamente a los hijos de sus casas. En estos casos -dramatismo aparte- es sencillo advertir la maniobra.

     La supresión de la titulatidad de los padres a la educación de sus hijos, tiene lugar en los modernos Estados liberales y democráticos, de un modo menos agresivo en apariencia, pero no menos perverso: mediante el control irrestricto de los medios masivos, que desplaza la misión educadora de los progenitores; impartiendo coercitivamente una educación sexual hedonista, promiscua y justificadora de la contranaturaleza; imponiendo los contenidos básicos generales y obligatorios,de acuerdo a una concepción materialista e inmanentista; adelantando la obligatoriedad de la educacion sístematica y convencíendo a los mismos padres, con una propaganda insidiosa, de que ya no son ellos sino los “especialistas” quienes mejor sabrán aliviarlos de las responsabilidades de la crianza; legislando en fin, compulsivamente, sobre salud reproductiva, eufemismo que encubre todo el programa de la cultura de la muerte, induciendo en esta maldita línea ideológica el criterio moral de niños y adolescentes.

     Convencidos de ambos presupuestos -de que es mejor “socializar escolarmente” al chico cuanto antes, y de que peritos de toda índole le resolverán los conflictos de una infancia cada vez más compleja- los padres declinan dócilmente, sin necesidad de violencias policíacas, su misión más propia y ennoblecedora.

     Hay asimismo una sola Madre espiritual y sobrenatural,que es la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, fuera de la cual no hay salvación, aunque tal afirmación dogmática ya no se recuerde. Y también ella es la titular de nuestra crianza de la Fe. Como ocurre con la misión de los padres terrenos, esta titularidad eclesiástica se obstaculiza hoy con campañas insidiosas y malevolentes, cuando no con recursos violentos, pero sobre todo con la penetración deletérea en el cuerpo social del funesto principio del pluralismo y del falso ecumenismo. De resultas, son muchos -y aún algunos de ellos desde adentro de la misma Iglesia- los que están convencidos de que el Magisterio Eclesiástico es una opción más en un menú de ofertas religiosistas, engrosado a diario por la aparición de grupos sectarios para todos los gustos.

     “En cualquier escuela a fundarse”, escribía el Padre García Vieyra, “el maestro debe estar como representante de los mismos padres. No del Estado. Porque los hijos antes de pertenecer al Estado pertenecen a la familia”. Lo mismo podría haber dicho respecto de la Iglesia, puesto que un verdadero maestro también la representa con su cátedra, y padres e hijos antes de pertenecer al Estado pertenecen sobrenaturalmente a la Esposa. Mas con crudo realismo, que puede ofender a algunos si no sabe interpretarse, agrega el Padre: “En cambio, desde Roca y Sarmiento, el maestro está instrumentado para la corrupción de los alumnos”. No desmiente este doloroso aserto la existencia de profesores ejemplares, que bien sabemos que los hay. Describe empero, con vigor y rabia, el hecho incontrovertible de una clase docente notoriamente envilecida por el laicismo integral, y adiestrada para servirlo sin escrúpulos ni límites.

     En noveno lugar, y después de todo lo que se ha advertido sobre los peligros de la estatización educativa, conviene establecer con equidad que tampoco es deseable la extinción del Estado, y que no sería justa una ley que no reconociese su papel.

     No toca al Estado ser el totalitario planificador y controlador de las personas, pero sí su resguardo y su cauce. No toca tampoco ser el neutro agente administrador que todo lo permite y justifica, ajeno a los deberes de justicia para con la comunidad histórica. Pero tiene, como decíamos, un oficio subsidiario. Protege los derechos de la familia, secunda los derechos de la Iglesia, ejerce la tutela y la vigilancia de los intereses nacionales; interviene, regula, preserva. Y así como da contención y garantías, puede exigir respeto y actos de servicio. Es un Estado fuerte, no violento; soberano, no servil;profunda y probadamente moral, jamás aséptico ni vil. Si tales condiciones ideales se dieran, bien estaría que el Estado así considerado se reservara en la legislación escolar aquellas prerrogativas que le son propias. 

     - III –

     La libertad de enseñanza 

     Finalmente, en décimo lugar, enseña el Padre García Vieyra, que es falaz y peligroso el principio de la libertad de enseñanza, proclamado hoy de un modo indistinto y universal como si se tratase de una verdad inconcusa. Y más peligroso aún si se completa con su equivalente, el de la libertad de aprender, cuando cualquier sentido común intacto adivina que no todo aprendizaje es educativo, ni moralmente conveniente.

     No basta con la invocada disposición psicológica para fundar la libertad de enseñanza; es decir, con la propensión anímica o la facultad individual del sujeto. Ni tampoco con el derecho a la iniciativa, sin restricciones; ni menos aún con la capacidad económica de fundar un establecimiento o las correspondientes habilitaciones jurídicas. Hay que tener en cuenta qué se quiere enseñar. Quiénes, cómo y para qué.

     No puede haber libertad de enseñanza para los enemigos de la genuina libertad que brota de la Verdad. Y si algún sentido tiene hablar de ella es para defender su real fisonomía y alcance ante los diferentes modos -sutiles o desembozados- de despotismo estatal.

     La trampa terrible del liberalismo deja sentir en este punto su redoblada e hipócrita presión. Proclama primero todas las libertades, pero en la práctica, ellas se dividen entre libertad gobernante y gobernada. La primera manda irrestrictamente, la segunda debe obedecer y callar. Una se enseñorea y maneja las conductas, impone condiciones, fabrica los límites y las prohibiciones. La otra es una parodia de libertad, caricaturizada a sabiendas y sin vergüenza.

     Inmejorablemente lo expresaba San Martín en su conocida carta a Tomás Guido del 1 de febrero de 1834, cuando se preguntaba retóricamente: “Qué me importa que se me repita hasta la saciedad que vivo en un país de libertad, si por el contrario se me oprime? ¡Libertad!, désela Usted a un niño de dos años para que se entretenga por vía de diversión con un estuche de navajas de afeitar y Usted me contará los resultados. ¡Libertad! para que un hombre de honor sea atacado por una prensa licenciosa, sin que haya leyes que lo protejan, y si existen se hagan ilusorias... Maldita sea tal libertad, no será el hijo de mi madre el que vaya a gozar de los beneficios que ella proporciona”.

     Se habla de la libertad de enseñanza en nombre del derecho a la iniciativa privada. El contenido y los fines no importan en esta concepción. Lo cierto es que tal derecho no es tal, sino una simple posibilidad del sujeto, la cual, para que pueda arrogarse concreción pública, lo menos que puede garantizar es el cuidado del Bien Común. La mera iniciativa privada no puede, sin más, convertirse en derecho público.

     Se habla por otra parte de la libertad de enseñar fundada en la dignidad de la persona humana. Tampoco existe tal petición de principios. El hombre no es digno porque tiene derechos subjetivos. Tiene derechos para poder alcanzar la dignidad, y la dignidad verdadera consiste en vivir en Orden, respetando el fin para el que fue creado.

     El personalismo, aún en sus versiones cristianas, concibe al sujeto como autosuficiente, sin débitos de justicia ni deberes respecto del Bien Común. Le basta con proclamar la majestad del individuo, pero se olvida de su indigencia. Por eso sintetiza el punto Fray Alberto, diciendo con su habitual contundencia: “no existe una libertad de enseñanza fundada en la dignidad de la persona humana. Existe una necesidad de la enseñanza fundada en la indigencia de la persona humana”.

     No debe deducirse de lo expuesto que toda libertad de enseñanza sea negativa, pues así se ha de llamar también a la defensa de la enseñanza de la Verdad contra todos aquellos que quieran conculcarla. Pero bien estará entonces que la legislación especifique, evitando anfibologías, y que prohiba aquello que Gregorio XVI llamaba libertad de perdición.

     De estos diez principios fundamentales del pensamiento pedagogico del Padre García Vieyra, siguese una triple conclusión mas que apta para juzgar nuestra actual situación político educacional:

     -Es arbitraria e licita en pueblos bautizados, toda legislación escolar que prescinda de a Ley Natural y de la Ley Divina, por no responder al debitus iustum que la comunidad política tiene para con sus miembros Y la arbitrariedad y la ilicitud llevan al legislador a corromper a su pueblo.

     -Las leyes educativas naturalistas e inmanentistas, han llevado a la bancarrota moral y espiritual y han desembocado en el puro hedonismo Se ha llegado a la penosa circunstancia en la cual, no sabemos defender lo nuestro y silenciamos y permitimos que se silencien los derechos de Cristo.

     - La ignorancia de lo necesario es tan grave como la afirmación de lo erróneo. Una ley educativa que silencie los caminos del Bien Moral, que subordine e! bien honesto al bien útil, que sea fruto de las cavilaciones ideológicas y de las arbitrariedades pedagógicas, es arbitraria, anticientífica inorgánica y funesta. Y justifica la sentencia de Burke: “las malas leyes son la peor especie de tiranía”.

     Todo lo cual, se aplica con dolorosa exactitud a nuestra Ley Federal de Educación, nº 24.195 y a quienes la han pergeñado e instrumentado. Pero ya nos hemos referido oportunamente a ello5. Baste recordar apenas, que no fueron casuales las palabras pontificias en la visita ad limina de los obispos argentinos del 11 de noviembre de 1995: “En el ordenamiento educativo se insinúan tendencias contrarias a la tradición cultural de la Nación, con las lamentables secuelas de indiferencia social, escepticismo y confusión de los fieles”. Y que incluso, podrían haber sido justificadamente más severas, pues no sólo se insinúan tendencias sino que se imponen coactivamente normas que contradicen y ensucian el alma argentina.

     No parecen querer entenderlo así ciertos representantes de la pedagogía “cristiana” y no pocos “católicos profesionales” que lideran el ambito educativo y medran abundantemente de él. Todos ellos le han dado su aval a la llamada Reforma Educativa de la Escuela Nueva, así como al susodicho texto legal en el que se funda, y se encuentran alegres e insensatamente dispuestos a emprender el camino del sagrado cambio. Con la misma insipiencia e irresponsablidad con que ayer aceptaron y promovieron sucesivamente, la educación activa, liberadora, personalizada o psico genetista.

     Para todos ellos, las palabras entre admonitoras y proféticas del Santo Padre son absolutamente intrascendentes. No sólo aquellas que pronunciara en la susodicha visita ad limina, sino en centenares de ocasiones y en conocidos documentos. “La Religión Verdadera” -escribió por ejemplo en la Catechesí Tradendae (Vll,69)- “debe llegar también a la escuela no confesional y a la estatal, pues el respeto demostrado a la Fe Católica de los jóvenes facilitando su educación, arraigo, consolidación, libre profesión y práctica, honraría ciertamente a todo gobierno, cualquier que sea el sistema en que se basa”. Y algo más tarde, en el 32º Congreso NacIonal de la Unión de Juristas Católicos Italianos, enfatizó el siguiente concepto: “La convivencia pacífica y respetuosa de todo los grupos humanos, no significa que deba adoptarse el neutralismo filosófico y religioso en la escuela, pues ello equivaldría a imponer arbitrariamente a los alumnos una visión agnóstica o evasiva del mundo. Y es obvio que en el caso de una nación prevalentemente católica, el proyecto educativo del Estado ha de ofrecer un sistema educativo y cultural que no esté en contradicción con la tradición católica, sino que por el contrario, se inspire en ella”.

     -IV –

     La vocación del maestro 

     Junto con el de la legislación educativa, el otro gran tema elegido para representar el pensamiento pedagógico del Padre García Vieyra, es el de la fisonomía real del maestro.

     En esto, como en todo lo demás, Fray Alberto no quiere tener doctrina propia, sino seguir las huellas de Santo Tomás de Aquino.

     Fue Santo Tomás, en efecto, en la cuestión Xl del De Veritate llamada justamente De Magistro, el que definió al educador como un motor esencial que hace pasar de la potencia al acto lo que habita en la inteligencia de los discípulos.

     El simil con el médico no tarda en llegar. Así como se dice que aquél causa la salud en el enfermo, aunque en realidad la que ha obrado es la naturaleza del enfermo, el maestro causa la ciencia en el discípulo, pero en realidad ha obrado la razón natural.

     En la profundidad de esta pedagogía asoma entonces la ontología, y más propiamente podría decirse que gracias a ella tiene lugar una misteriosa ontofanía. Ese ser que brota y amanece ante la inteligencia deslumbrada del alumno, ha sido posible gracias a una paternidad, a una gestación primera, a un gesto fundante y a una palabra simiente. Por eso, no sólo con el médico sino con el padre, analoga el Aquinate la misión del maestro. El es, ciertamente, un genitor.

     Lejos, muy lejos, de los dislates pedagógicos modernos, que convierten al docente en un personaje obviable o intercambiable, Santo Tomás insiste en que el maestro que comunica una ciencia a su discípulo, establece con él una relación en la cual las almas se comunican más allá de los medios sensibles. Y amparado en esta reflexión, añade García Vieyra, que el maestro, al agregar o sumar su luz propia a las luces del alumno, lo hace según una influencia vital y personal que bien podría analogarse a la iluminación que los ángeles de las jerarquías superiores suscitan en los ángeles de las jerarquías medias e inferiores. Parafraseando a Eugenio D’ors cabría plantearse si al fin de cuentas, enseñar no es sino engendrar un ángel para que pueda alumbrarnos hasta la eternidad.

     Una vez consciente de su naturaleza y de su misión, el maestro debe procurarse una formación acorde. Que deberá ser ante todo -insiste Fray Alberto- teológica y filosófica, porque enseñar es del sabio y la sabiduría necesita el cultivo del hábito metafísico. Deberá igualmente conocer el fin último del hombre y ordenar a él los fines de la educación. De lo que se sigue que tampoco puede enseñarse sin la percepción de una recta antropología. Y conocer por las causas aquello sobre lo que se diserta, porque no basta con ser un técnico,se necesita ser un artífice.

     Lo más difícil sin embargo, y lo más importante, no está en el orden de los conocimientos sino en el de la ejemplaridad. Ningún magisterio humano se sostiene si el maestro no es ejemplo y modelo para sus discípulos. Ningún magisterio puede alcanzar perdurabilidad y trascendencia sino es imitación imitable del Magisterio de la Cruz. Si quienes lo practican no son capaces de proclamar aquello que decía Rafael Sánchez Mazas:

“...Y así con la mirada en Vos prendida

y así con la palabra prisionera,

como la carne a vuestra Cruz asida,

quédeseme, Señor, el alma entera.

Y así clavada en vuestra Cruz mi vida,

Señor, así, cuando querráis me muera”. 

     La misión más empinada del maestro, por vía de la comunicación de la sabiduría y por vía de la ejemplaridad, es llevar a discípulos hacia el Divino Maestro, hacia el Verbo Encarnado, hacia Aquel que dijo: “Bien hacéis en llamarme Maestro, pues en verdad lo soy” (Jn. 8, 3). Como lo hiciera el mismo Santo Tomás, a quien Juan Pablo II llamó con palabras enjundiosas “el modelo tanto del discípulo como del enseñante católico”. Fue en una alocución del 28 de enero de 1984, con ocasión del Jubileo de las Escuelas Católicas Italianas “En la vida y en la obra de Santo Tomás” -predicó bellamente el Pontífice- “encontraréis el modelo tanto del discípulo como del enseñante católico... Tomás supo hacer de la escuela lugar de encuentro de Cristo con el hombre que busca la Verdad y la Salvación. Santo Tomás con San Agustín, sostenía que la obra de misericordia mayor era conducir al hermano desde las tinieblas de la ignorancia hasta la luz de la Verdad, en la que radica el fundamento de la dignidad y libertad del hombre. ¿Pero dónde encontraba Santo Tomás la fuente para esta síntesis de fe y cultura, de empeño eclesial y servicio a la sociedad?

La encontraba en la profunda unidad que supo crear, en su espíritu, entre la actividad de estudio y la búsqueda de la santidad. Si es cierto que la vida de un hombre se pone de manifiesto en su actitud ante la muerte, hemos de decir que toda el alma y la elevada enseñanza de Tomás, está en aquellas humildes y fervorosas palabras que pronunció, precisamente, en esa circunstancia, cuando se le llevó el Viático: “Te recibo a Ti, precio de la redención de mi alma; te recibo a Ti, Viático de mi peregrinación, por cuyo amor he estudiado, velado y rabajado; te he predicado y enseñado; pero nunca he dicho nada contra Ti”.

     Síntesis de estudio y de santidad, de contemplación y de acción, de genitor y de médico del espíritu: he aquí la vocación substancial de un auténtico maestro. Lograr que sobre el hierro de las almas que le han sido confiadas, pueda penetrar el fuego incandescente del amor divino. Y exclamar al fin, con San Juan de la Cruz, al cierre de su carrera:

“¡Oh, llama de amor viva

que tiernamente hieres

de mi alma en el más profundo centro,

pues ya no eres esquiva, acaba ya, si quieres

rompe la tela de este dulce encuentro!” 

     Analizando estos versos, en un opúsculo llamado precisamente Llama de amor viva6, el Padre Alberto García Vieyra decía que ese más profundo centro es Dios. Hay otros centros que nos detienen, demoran, obstaculizan o entretienen. Pero la ley de la gravitación en los espíritus, es la ley del amor, y únicamente encuentra su reposo cuando llega al Amor de los Amores. 

     - V -

     Corolario

     Entender de este modo, lo que es y debe ser una legislación escolar y lo que es y debe ser un maestro, sería, en sentido chestertoniano, una real revolucion: dar la vuelta entera, regresar al Orden.

     Ello exigiría una voluntad de lucha, unida a una honda inclinacion por la sabiduria.

     Eiienne Gilson una obra tan valiosa como poco conocida, Por un orden católico7 , sintetizaba tamaña exigencia en una sugerente fórmula: un nuevo Carlomagno, un nuevo bautismo de CIodoveo. “Cuanto más católica sea la enseñanza” -agregaba- “más probabilidades tendrá de hacerse respetar y durar. Toda complacencia, todo compromiso para agradar será recompensado con el desprecio de sus adversarios. Cuanto más su ambición se limite a hacerse lo más semejante posible a la casa de enfrente, con la esperanza de hacerse tolerar, tanto más perderá su razón de ser, hasta a los ojos de sus adversarios, y más se encarnizarán en destruirla. La enseñanza católica no es bastante católica. Que llegue a serlo”.

     Deberían grabar estas palabras -en sus corazones y en sus edificios- los aludidos pedagogos oficiales del catolicismo, que huérfanos de magnanimidad y de ciencia, de coraje y de fidelidad, han decidido parecerse a la casa de enfrente, sólo que cobrando un poco bastante más. Olvidados de las obras de misericordia y de los dones de Espíritu Santo -sin los cuales, insistimos una vez más ninguna educación es posible- han perdido el respeto de los propios y extraños. Disponen solamente del regodeo del mundo.

     La vida y la obra de Fray Alberto son esa causalidad ejemplar y esa exigencia, que se necesita en estos tiempos crepusculares para restituirle a la enseñanza su sentido cristocéntrico y eminentemente sapiencial.

     Su obra clara, dominicana, tomista; aquinóloga dina el Padre Castellani Su vida humilde, afable, servicial, íntimamente alegre y gozosa.

     Cuentan que en los tiempos difíciles del Seminario de Paraná -cuando los aires progresistas amenazaban con disolver la gran obra de Monseñor Tortolo, y no faltaban los fisgones que vigilaban los comportamientos todavía reaccionarios que quedaban- Fray Alberto, con toda solemnidad y sencillez, comenzaba sus clases, serenamente, arrodillándose delante de una imagen mariana y dirigiendo el rezo de los seminaristas. Sin respetos humanos ni prudencias carnales.

     Y cuando la enfermedad ya había cruzado su cuerpo con dolores hirientes, un episodio menor del Convento en que se alojaba -un sacerdote amigo que entra a su celda para higienizarla creyendo que se encontraba fuera de la misma y lo sorprende echado sobre el duro piso- permite descubrir que el Padre, cada vez que escribía sobre la Virgen María, lo hacía de rodillas. Como Frá Angélico con sus pinceles, él con su pluma se inclinaba para volcar en el papel, devotamente, sus enseñanzas mariológicas. Candor de niño, pasión de cruzado, santidad y sabiduría de eremita.

     Una celda entre muros seculares

     casi igual que las otras del convento,

     con mirada al jardín o al pensamiento

     florecido en azules y en cantares. 

     Una celda celda nomás entre sus pares

     pero allí está el Antiguo Testamento,

     el misal tridentino, el juramento

     de ser fiel a los padres tutelares. 

     Está la Summa abierta, el crucifijo,

     una rama de olivo, la esclavina,

     ese recuerdo que una vez bendijo. 

     Rodilla en tierra, sin atril ni manta

     en esta tarde más santafecina,

     escribe así sobre la Virgen Santa. 

     También nosotros hoy, quisiéramos repetir su gesto. Y desafiando a los sabihondos infatuados y grises, impíos e indoctos, postrarnos a los pies de la Virgen, repitiendo con voz tonante: Maria, Sede Sapientiae, ora pro nobis, ora pro nobis, ora pro nobis.

El Padre Alberto Ignacio Ezcurra Uriburu

- I - 

 En el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros -que con la guía y la rúbrica del Santo Padre, dio a conocer la Congregación para el Clero el Jueves Santo de 1994- se definen con valiosos conceptos, la identidad, la espiritualidad y la formación permanente que han de tener los sacerdotes católicos. 

La identidad, según bien se afirma, comprende cuatro dimensiones nítidamente demarcadas, pero unidas a la vez entre sí en armónico haz. Por la dimensión trinitaria, el ejercicio sacerdotal se funda para siempre en el amor del Padre, en el apacentamiento pastoril del Hijo y en los dones preciosos del Espíritu Santo.  Minísterio y Misterio sellan su enlace en el cobijo salvador de la Santísimia Trinidad. Por la dimensión cristológica el sacerdote se convierte stricto  sensu en alter Christus, ligado a Él como un brote vivo a la Vid, como el Pan al buen grano de trigo. Su vida es misionera y apostólica, envío constante hacia los hombres para echar las redes celestes sobre las costas de sus almas. Por la dimensión pneumatológica lo asiste la promesa del Paráclito de quedarse con Él sempiternamente, fortaleciéndolo con sus virtudes. Si alguna fuerza encuentra el sacerdote para conducir la comunidad en medio de la peripecia, ella le viene de la Tercera Persona, de ese Gran Desconocido que todo lo conoce. Y al fin, por la dimensión eclesiológica queda ligado a la Iglesia en tanto siervo y esposo. Con amor de vasallo y de cónyuge, con entrega leal y nupcial, fiel y fecunda, sin conceciones ni dudas. Unido por su incardinación a una tierra particular y a un tiempo propio, mas sin perder de vista la universalidad y la eternidad. Su autoridad es servicio y sacrificio, no homologación de potestades con los fieles. Y la razón de su preeminencia es la primera razón de su entrega generosa hacia el prójimo. 

La identidad del sacerdote, entonces, es su ser en la Iglesia y en la mistérica inefabilidad del Dios Uno y Trino. 

Tiene también el sacerdote su espiritualidad inherente, y se nos recuerdan en este documento algunos de sus rasgos irrenunciables. 

La condición misionera, exigiéndose la evangelización cada día, como heraldo de la esperanza. El carácter militante, enfrentando y venciendo el desafío de las sectas y de los cultos falaces, con una catequesis madura y completa. La capacidad de oración, de mortificación y de vida contemplativa, uniéndose al Señor en Getsemaní para compartir después Su Resurrección Victoriosa. El celo pastoral hacia su grey, el testimonio de la Palabra, la donación entera sin retaceos, la predicación del Magisterio. 

La espiritualidad sacerdotal no se edifica sino en la Eucaristía, hincado frente al Sagrario para poder permanecer de pie junto a los hombres. No se aquilata sino en la confesión, inclinándose con misericordia de samaritano sobre las heridas del espíritu. No se enriquece sino en la pobreza y el desapego, en la obediencia y en la castidad. Espiritualidad robusta e intacta que se traduce en los gestos y en el habla, en el silencio y en el hábito talar. Y en la devoción a la Virgen María, recibiendo como personales, las palabras dirigidas a Juan desde la Cruz: «Hijo, he ahí a tu Madre». 

     Espiritualidad en suma, alejada de pietismos como de concesiones mundanas, y esculpida en la reciedumbre y en la varonía, que da la decisión serena y libre de escoltar al Señor hasta alcanzar el Reino de los Cielos. 

     Toca al fin el Directorio, como lo señalábamos al principio, la tercera cualidad que jerarquiza y distingue al sacerdocio: su formación permanente. Que ha de ser completa y sin fisuras —encarada como vía de santificación antes que de profesionaiisino— y ordenada a la apologética y a la crianza espiritual de los fieles, sobre todo de aquellos que se sienten vocados al Orden Sagrado. Formación reacia a las vanas novedades y respetuosa de la Tradición; lejos del todo de viejas y modernas herejías, próxima a la Fe inaugural y final, que no conoce ocaso ni muda de significados. 

     Hasta aquí en imperfecta síntesis, este manojo de verdades antiguas reiteradas por la Congregación para el Clero. Y si nos hemos detenido en ellas es porque las mismas parecen escritas a la medida del destinatario de estas páginas, ya que el arquetipo sacerdotal que presentan fue encarnado cabalmente por el Padre Alberto Ezcurra. 

     Nunca disimuló su identidad sacerdotal, ni en las formas ni en el fondo. Gustaba ir «de uniforme» -como llamaba a la sotana- pero gustaba más aún ir demostrando entre propios y ajenos que el Orden Sagrado, al igual que la vera milicia, es una libertad antigua: no admite la duda ni soporta a los tibios, No tenía horarios de atención religiosa: sus jornadas eran enteras de Cristo, y «ora bebáis, ora  comáis» -como quería San Pablo- lo hacía todo en nombre del Señor. Sin embargo, y sería mejor decir: en consecuencia, carecía de poses pietistas o de exteriorizaciones penitenciales. Era el hombre interior. Y sin querer mostrarse se mostraba, por la sola fuerza que tiene lo que brota de adentro pero asistido desde lo Alto. Sacerdote católico, apostólico y romano. Las tres cosas fue en tiempos de deserciones y de conductas híbridas. 

     Nunca desdibujó tampoco su personal espiritualidad, ni la redujo, como tantos, a una reglamentación casuística o a un emocionalismo fácil. Se hizo misionero para llevar la Fe a los corazones más desheredados de esta Argentina doliente. Y apologista para enfrentar la maldición de las sectas y las mentiras masónicas. Y orador entusiasta, para aplacar con las voces exactas los ruidos fariseos, y celebrar con la palabra justa las glorias de la Cristiandad. Se hizo penitente y buen pastor, testigo y discípulo, formador de jóvenes y fortalecedor de veteranos. Confesor a la hora del perdón, portador de la Sagrada Forma, cuando la soledad de la prisión golpeó a tantos amigos, capellán de tropas aprontadas para la guerra, y familiar de los caídos en el momento de comunicar la buena muerte a sus deudos. Se hizo siempre buscador de las cosas de arriba, sin negarse a las legitimas de abajo. Pero él las elevaba, y con humor criollo nos las hacía agraciadas. Quien haya compartido el mate, las caminatas, o alguna porteña o provinciana sobremesa, nos dirá seguramente que así era el Padre Alberto. 

Fiel a su identidad su espiritualidad sacerdotal, lo fue también a su formación. 

La tenía por crianza y por estudio, por herencia familiar y por dedicación sistemática. Sabía entonces dar respuestas como sabía callar cuando conviene. Las lecturas más impensadas, los autores más heterodoxos, las informaciones más sutiles, los rnanejaba con la misma soltura que la teología moral y la dogmática. A cada cosa su sitio, a cada libro su valor merecido. 

Pero no hacía alardes ni posaba de docto. Casi se diría que alardeaba de lo contrario, de escribir poco y «presionado», y de ser cura rural antes que licenciado; tal vez, para no acabar resquebrajadizo como el Vidriera de Cervantes, o apátrida como el canciller alfonsínico de la triste figura, ya que a Cervantes mentamos. Sus modelos no estaban en los cenáculos de la intelligentzia sino en las huellas de Brochero. 

Como lo dijera el Padre Coll en logrado romance, «su vida fue este entramado: guerrero, niño y maestro»1. Por eso -por niño y por maestro- conservaba a la par el candor y la preeminencia, la reacción pronta y vivaz junto a la reflexión sesuda. Y por eso -por combatiente- no faltó a ninguna contienda de las muchas y bravas en las que estuvo en juego la defensa de Dios y de la Patria. Acertó Jorge Ferro al dedicarle a su persona un hermoso soneto que recuerda a Faramir, precisamente uno de esos paradigmas del guerrero, que dibujó con maestría Tolkien en El Señor de los Anillos... 

«Tal vez en un reflejo, en una sombra,

en un crujir de avios y de cuero

me pareció que adiviné tu paso. 

O es la llama brillando en el acero

cuando el fogón amigo en un ocaso,

revive con la voz del que te nombra».2 

Son palabras que se le aplican y que nos llenan de esperanza. 

Pero ¿qué era ser sacerdote para este hombre al que estamos definiendo prioritariamente como tal? El mismo nos lo ha dicho, el 10 de diciembre de 1992, en la Homilía de la Misa de Ordenación del Padre Jorge Hetze: «Hay un misterio grande en el cielo que es la Santísima Trinidad. Y hay un misterio grande aquí en la tierra que es la Eucaristía. En el cielo la Trinidad y en la tierra la Eucaristía. El sacerdocio está unido a la Eucaristía. Jesús los instituyó juntos, y al sacerdocio lo instituyó para la Eucaristía. Es un misterio. Y a veces, precisamente porque ignoran la característica del misterio que tiene el sacerdocio, es que los hombres no pueden comprenderlo. Tratan de entenderlo con categorías humanas, sociológicas, históricas; como si fuera un consejero sentimental, un psicólogo, un sociólogo, un político, un agitador, como si fuera un empleado de la Iglesia. El sacerdote es el hombre de la Palabra. Es el hombre de los Sacramentos». 

Figura brocheriana la de Alberto Ezcurra, si se la sigue con afán biográfico, reconstruyendo  los nombres y los paisajes que frecuentara en su fecundo itinerario sacerdotal, se verá sin hipérbole que se le aplican los versos con que Belisario Roldán retratara al célebre cura gaucho: 

     “Bordeando las sierras, el poncho por capa,

     va el cura sereno leyendo el Breviario,

     debajo del brazo sostiene una estaca

     sobre cuyos nudos se enrosca un rosario” 

     - II - 

     Así retratado, esta personalidad eminentemente religiosa, no puede entenderse ni evocarse empero sin el otro gran rasgo que definió su carácter : el amor apasionado a la Patria. 

     Amor afectivo y efectivo, como sabía distinguir acertadamente. Con toda la sensibilidad estremecida frente a la belleza de lo amado, pero fundamentalmente, con el entendimiento y la voluntad prontos para conocer el auténtico bien de lo que se quiere. Querer de complacencia y de exigencia, de beneplácito y de servicio, de emoción y de intelección, de alegría y de pena, puesto que son gemelas a la hora del buen amor. 

     En el Padre Ezcurra el patriotismo fue -como debe ser- una virtud fundada en el Cuarto Mandamiento. Una siembra y un cultivo, una custodia de raíces antiguas, una tutela de orígenes inamovibles. Un canto fogonero en la alborada, y un llanto contenido ante las ruinas. Nostalgia de grandezas y dolor de cautiverio, orgullo de epopeyas y herida frente al escarnio. El patriotismo se le hizo nomás -según el verso marechaliano- una tarea de albañilería junto a una vocación de agricultura. Pilar y semilla, grano y piedra, surco y adobe. Para que brote la tierra y se edifique, hecha flor y guijarro. 

     El patriotismo reclama entonces al patriota; esto es, al magnánimo, al pío, al capaz del ascetismo y del sacrificio extremo. A ese hombre nuevo que predicó el Apóstol y que el Capitán Codreanu vistió de cruzado para el rescate cristiano del suelo en que se ha nacido. Se es patriota cabal de la nación que nos ha dado su ser histórico, sólo cuando se empieza por clavar el ancla del alma en el paisaje celeste. «Nuestra ciudadanía nos viene del Cielo», aclarará nuevamente San Pablo (Fil. 3,20). 

     Entender así al patriotismo, supone comprender primero que la Patria es un Don de la Divina Providencia, una heredad legada por el Dios de los Ejércitos, un patrimonio físico y metafísico inviolable. Con ecos del Paraíso —primer solar humano— y prefiguraciones de la Ultima Morada. La Patria es una parábola trazada perfectamente por el Creador para nuestro cobijo y resguardo. Nadie puede quebrar su trazo irreprochable sin ofender a la Divina Mano que la compuso. La Patria es un aljibe que derrama aquella agua, brotada de la roca en el Comienzo, por voluntad del Padre. Secarla es someterse a una sed que no se calmará nunca: la sed del hombre errante que traicionó su sementera. No hay derecho a proscribir lo sobrenatural de la vida de una nación, escribió Monseñor Berteaud, pues es como exiliar al alma del cuerpo, a la gracia de la naturaleza, al Angel de nuestros pasos. Y cuando esto ocurre, los países caen desplomados y se tumban sin sentido3

     Así concebía a la patria y al patriotismo el Padre Alberto Ezcurra. De un modo pleno, profundo, hondamente teológico, sacramental. Sabía que ni la clase ni el partido, ni la raza ni la geografía son razones suficientes y lícitas de un recto nacionalismo. Sólo el afán de construir la Cristiandad en el tiempo y en el espacio en que hemos sido plantados. Sólo el combate por instaurar en Cristo los límites visibles e invisibles de la argentinidad. 

     Era lógico entonces que hiciera de la patria y del patriotismo un tema de predicación permanente. Aunque pudiera costarle la sangre, como al Padre Popieluszko, a quien tanto admiraba. 

     La Argentina que surge de sus sermones patrióticos4 es la que debe ser, porque ya fue. Porque demostró su ejemplaridad en la historia y en su proyección universal. La que fundaron los Reyes Católicos con un gesto imperial y misionero. La que expulsó al hereje y tributó sus estandartes a los pies de María. La que eligió los colores de su manto para tener bandera. La que escaló los Andes para mirar más alto la independencia de América. La que alistó a sus gauchos para servir de antemural y de baluarte, de fuerte y centinela. La Argentina de Hernandarias y Saavedra, de San Martín y Güemes y Belgrano. La que fue estrella federal con Don Juan Manuel de Rosas, Caudillo de los caudillos y último Príncipe Cristiano. La de los montes tucumanos enfrentando a los rojos en Manchalá, Acheral o Lules, sin que arrepentimientos mendaces puedan rozar ahora la hazaña que ayer tejieron con sus vidas nuestros soldados. La Argentina del 2 de abril, con sus caídos gloriosos en el suelo entrañable de Malvinas. 

     No ignoraba tampoco las miserias de la Patria. Quedan descriptas en sus conferencias y homilías, con su estilo directo, entusiasta, reiterativo. Pero nunca lo asaltó la tentación del pesimismo, ni la desesperación de una autocrítica despiadada, ni el exceso verbal de juzgarnos nada más que lodo, ruinas, fealdad y oprobio. Como la Dulcinea de Castellani, tras el cuerpo marchito y el corazón llagado, él veía una dama por la que era impostergable batirse, hasta restituirle el rostro de los días inaugurales. 

     La esperanza lo asistía. Aquella sin desaliento de la que hablaba José Antonio. Y lo acompañó hasta el final, con más motivos, porque precisamente en vísperas del tránsito -cercano ya a la Iglesia Triunfante- entreveía que por el misterio de la Comunión de los Santos no cabe pensar en el abandono de las creaturas por parte del Creador. 

     La Argentina no nació factoría, mercado, colonia o muladar. Una proa mariana desembarcó en sus playas, una Cruz Redentora izó el aire de octubre. Una espada sin mancha cortó el velo de ruinas. No puede la causa final guardar desproporción con la causa eficiente. No ha de terminar arrastrada la que nació bajo las alas del Espíritu... 

No es la niebla o el ruido o el ocaso

que ensombrecen la plata de tu nombre,

ni este férreo crepúsculo del hombre

anudando tu forma en el fracaso. 

Ayer ancló una nave y en su quilla

traía el Partenón, la luz del Foro,

el pendón de Santiago en gualda y oro

para izarlo en el limo de la orilla. 

Después al Sur, por río sin frontera,

la vieron navegar entre alabardas

como un galope azul, como un castillo. 

Y ahora dicen que muere en la escollera

pero velan arcángeles de guardas

tras la estampa marcial de algún Caudillo 

     Por esto, porque no puede perderse la esperanza, el Padre Alberto Ezcurra preparó pacientemente, para después de su muerte, un licor exquisito y cuidado, con el que brindaron sus amigos y camaradas al regresar del camposanto5

     Nadie brinda por la derrota ni degusta ante el fracaso. Nadie alza las copas sin festejo mediante. Fue todo un testamento, redactado en forma de símbolo vivo, por este hombre al que le fastidiaba escribir: el símbolo de la dulzura del licor que vence la acidez del desconsuelo, la dulcedumbre de la esperanza contra el agriamiento de la acedía. 

     Dicen que un hombre se conoce por sus frutos. Un sacerdote patriota por sus hijos espirituales. 

     Al mes de su muerte, un seminarista, hoy sacerdote, el Padre Luis Facello, me envíaba una carta que retrata al maestro y al discípulo. Está fechada el 26 de junio de 1993, y no creo cometer infidencia alguna al transcribirla fragmentariamente: «por gracia de Dios», dice, «presencié la última agonía y muerte del Padre. Todos vimos desfilar junto al lecho de una vida que se extinguía, el fruto de Vida en la multitud de sacerdotes y pichones, hijos todos engendrados por el Cura que se iba. Pocos días después iba a tener lugar la ceremonia de Imposición de Sotanas a los de Primer Año. Mientras hacía una apología del hábito se unieron en mi mente dos hechos providenciales, que seguirán allí presentes por lo que quede de mi vida, como ejemplos de lo eterno injertado en el tiempo. Desde que tuve clara la Vocación deseé con ansias la sotana, justamente como signo de aquélla. Luego de la Imposición recuerdo un hermoso abrazo del Padre Ezcurra y la frase que él siempre repetía en estas ocasiones: “Ahora que se encarne”. ¡Quién podía pensar que tres años después yo iba a revestir con esa segunda carne su cuerpo sin vida! Para colmo, luego de revestirlo junto con tres curas y otros dos seminaristas, Dios quiso hacerme otro regalo: entre preparativos y preparativos, quedé unos momentos solo en la habitación del hospital junto al cuerpo del Padre con sus ornamentos sacerdotales. Fueron instantes casi eternos, en que sólo atiné a tomar sus manos enredadas con su Rosario y la Cruz con la que murió, y escuchar su último sermón: el Sermón del Silencio. Nunca olvidaré aquellos días». 

     Hacia la misma fecha, otro seminarista, también hoy sacerdote, el Padre Hernán Sebastián Sanchez Rioja,  publicaba este Romance, cuyo final declara: 

«Padre Ezcurra vos que ahora

estás delante de Dios,

acordate de nosotros,

mandanos tu bendición.

Acordate de esta patria

que tanto dolor te dio;

de esta Iglesia que aún combate

cercada de confusión,

de las familias cristianas,

de las que casi ni son,

de tus hijos sacerdotes,

de aquellos en formación,

que no volvamos la espalda

ni se enfríe el corazón,

que no se nos pierda el alma

cegada en la cerrazón:

que aunque el barco se nos hunda

la esperanza en Cristo no.

Remolcanos hasta el cielo

con poderosa oración,

sacanos hasta la orilla

donde no existe el dolor.

Y si acaso te fallarnos

no nos falles nunca vos. 
 

     Son testimonios transparentes que se comentan solos. Y no son por cierto, ni únicos ní aislados; se podrán recoger otros tantos, en cada sitio, en cada alma, donde el Padre caló hondo con su mester de clerecía. Me tocó por ejemplo, el honor de ser invitado por uno de sus discípulos, el Padre Luis Murri, a la parroquia que con entusiasmo firme conduce en el corazón mismo de nuestra pampa:San José, de Quemú-Quemú. En un momento apacible de la pueblerina tarde, unas jóvenes de la parroquia –que no lo conocieron a Ezcurra, pero que escucharon los relatos sobre él que lleno de admiración les comunicó su párroco- entonaron una zambita a su memoria, compuesta por Mariano Coll: 

Cejas tupidas el hombre,

orejas de guardamonte,

sabía apialar corazones

en el corral o en el monte. 

Lo vide en el seminario

cebando un mate rechoncho,

lo rodeaban los muchachos

como flecos de su poncho… 

      Con emoción comprendí entonces lo que tantas veces había leído en los maestros griegos: sabrás quién es el héroe, porque su memoria podrá ser cantada, aún por las generaciones que no lo conocieron. 

      Al volver a San Rafael, tras su muerte –y es otro ejemplo- un puñado de jóvenes me acompañó hasta su tumba. Ya era el verano absoluto, y el sol caía a pleno sobre la placa que protege su féretro. Las letras del epitafio brillaron entonces con más empeño que nunca: Milicia es la vida del hombre sobre la tierra (Job 7,11)  La misma divisa que imprimió en la estampa del día de su Ordenación. La misma que lo acompañó desde sus horas juveniles, cuando sacudió la modor ra de los rendidos con la pujanza de un patriotismo vigoroso. 

     Despues del rezo silente, partimos, sin decírnoslo, con el entusiasmo retemplado. Se percibía con nitidez, unánimemente; la garganta anudada y la boca todavía llena de plegarias. Milagro de la tumba, del sol y la divisa. Milicia es la vida del hombre sobre la tierra.  

     - III - 

     Como se ve, si mucho nos legó su vida, no menos comunicó su muerte. 

     Murió en San  Rafael, el 26 de mayo de 1993, después del Domingo de la Ascención y cuando la liturgia aguarda la fiesta de Pentecostés. Entre familiares y amigos, discípulos y hermanos en el sacerdocio, escuchó las oraciones y los rezos, y finalmente el silencio. Escuchó las voces humanas que lo despedían y la voz rotunda del Padre que lo llamaba bienvenido. Partió sereno y alegre con la certeza del que conoce la Ciudad que lo aguarda, con la confianza en un reencuentro entrañable claramente previsto y postergado. 

     Es que la muerte no fue una sorpresa para él. La sabía próxima e inevitable y se preparó a recibirla con hospitalidad cristiana. Hablaba de ella con naturalidad y sin afectaciones, sin una sola queja espiritual o física, sin un reproche trágico ni solemnes anuncios. Y con un admirable sentido del humor que distendía nuestras visitas y nuestros diálogos —aún sabiendo que podían ser los últimos— y cubría con gracia lo que sin su grandeza hubiera resultado dramático. Nunca permitió que la conversación girara sobre sus malestares o sus dolorosos síntomas, ni tuvo la humana tentación de inspirar pena o de suscitar condolencias. A su lado la palabra era memoria de antiguas luchas, compromiso de esfuerzos presentes y enseñanza festiva de las grandes verdades, Como Tomás Moro, la adversidad no doblegó su risa, ni lo despojó tampoco de los legítimos deleites que compartió hasta el final con quienes quería. Sabía que cada día trae su afán y vivía sencillamente la parábola de los lirios del campo. El pan y el vino eran en su mesa emblema de camaradería, y en sus manos consagradas el Cuerpo y la Sangre del Señor. Misteriosa juntura de lo natural y de lo sobrenatural que transmitía en todos sus actos. Y así, verlo en su cuarto del Seminario o en su casa, en la predicación o en la conferencia, en la tertulia o en la homilía, era verlo varonilmente entero, hecho para el combate de abajo y para la contemplación de “las cosas de arriba”. 

     Alberto Ezcurra, lo dijimos, quiso ser y supo ser egregiamente sacerdote de Cristo. Cualquier visión de su personalidad que omita o desdibuje este atributo, angostará su verdadera imagen e impedirá su cabal comprensión. Porque no llega al sacerdocio por descarte o por resignación de proyectos humanos. Llega en la plenitud de su dodlidad al requerimiento divino. No abandona responsabilidades contraídas ni pretende encontrar refugios fáciles. Elige la senda angosta y difícil, a la intemperie y al descampado de las protecciones mundanas. Elige el Orden Sagrado que es el más audaz encuadramiento que puede preferir el alma bautizada. Y se queda para siempre con esa “mejor parte”, en cuya defensa el sacrificio y el heroísmo se vuelven exigencias cotidianas. El mismo lo decía siendo ya seminarista: “Dios me quiere aquí... El conoce el plan general de la batalla y yo soy un soldado y cumplo órdenes”. Es vana “la actividad aparente del que goza de una falsa libertad en la patria encadenada... Todo es inútil si falla el hombre... Hay que vivir plenamente el estilo, dar un testimonio de vida y de conducta”. Por eso el sacerdocio: para mejor responder al Dios de los Ejércitos, para forjar la verdadera libertad y la genuina victoria, para labrar en el hombre un testimonio y un estilo capaces de rescatar a la patria prisionera. 

     Y en tanto sacerdote cumplió fielmente con su ministerio, desbordándose en gestos de amparo, especialmente con los más humildes. No se crea que es ésta una de esas frases de circunstancias inevitablemente estampadas en las necrológicas. Un vívido anecdotario rafifica la aserción y una multitud de testigos no nos dejan mentir. Cuando el Padre Alberto misionaba elegía los parajes más desatendidos e inhóspitos, allí donde los criollos habían sido abandonados a su suerte por la perversidad del sistema dominante. Y volvía de la misión, rico en experiencias apostólicas y en decires campestres que solía aplicar en sus clases y cursos. Su gloria —gustaba repetirlo— no era tanto haber estudiado en Europa cuanto haberse desempeñado como cura rural. Se cumplió en él una vez más la sentencia de San Pío X: “los mejores amigos del pueblo no son los revolucionarios o los innovadores sino los tradicionalistas”. 

     Este don de congeniar con los más sencillos —de hablarles claro y sacarlos del error, de entusiasmarlos en la recuperación de los valores superiores— le venía desde sus años de fogueada juventud. Una de esas cientos de anécdotas a las que antes aludíamos, y que están ligadas íntimamente a su memoria, nos lo recuerda discutiendo en plena calle con un empecinado marxista. Ante la ausencia de argumentos —pues le habían sido prolijamente refutados— el contrincante no encuentra otra fórmula de ataque que el cansado latiguillo del elitismo y del señoritismo burgués. Pero entonces sucedió lo imprevisto: desde un camión de recolección de residuos no de los sofisticados de ahora sino de los ennegrecidos de antaño— un morocho fierazo reconoció a Alberto Ezcurra. Lo llamó por su nombre y por su jerarquía en la militancia nacionalista, clavó el brazo en lo alto y vivó estentóreamente a la patria. La discusión acabó exitosamente por razones de fuerza mayor. Prefiguración brocheriana de lo que vendría. Le caben los versos del Padre Triviño:

     “La vida ‘el hombre es pelea

     -decía Job el paciente-

     el cristiano a veces siente

     cansaduras y flojeras,

     en las figuras señeras

     uno apriende a ser valiente 
 

     Junto a este don le había sido dado otro no menos llamativo: el de la palabra fogosa. No la expresaba en el coloquio donde su tono bajo y confidente era indicio de una cultivada discreción y de un pudor señorial ajeno a toda ostentación. Pero estallaba vibrante y sonora en el magisterio público. Diáfana y palpitante, cargada de razones y emociones, punzante y esperanzadora, sabia en doctrina y en consignas morales. Sabido es por quienes lo siguieron de cerca, que muchas de sus homilías arrancaban aplausos espontáneos y prolongados, que él —orador sagrado ante todo— trataba de evitar inútilmente por respeto al recogimiento del templo. Pero era difícil sustraerse a la pasión cristiana y argentina de su particular elocuencia. Todavía hoy, en el Carmelo de la calle Charcas ,en la Parroquia de San Nicolás de Bari y en la Basílica del Pilar, una feligresía asombrada se sigue preguntando quién era ese cura que los sacaba del letargo y del pacifismo cada vez que enarbolaba sus homilías como un estandarte en la Cruzada. 

     Así habrá que recordarlo: apóstol y misionero, juglar de Cristo Rey y maestro de novicios, por quienes preguntó con insistencia —ya en estado inevitablemente agónico— cuando la voz se le quebraba con la vida. Sacerdote para siempre, en la cátedra y en el confesionario, en el altar y en la plática, en la capellanía y en la vigilia ante el Sagrario; visitando amigos en la prisión o recorriendo gremios en actitud pastoral. Confortando enfermos y predicando retiros. 
 

     - IV - 

     Pero sin mengua alguna de esta condición sacerdotal —que insistimos en resaltar como preeminente— hay otro rasgo capital en la personalidad de Alberto Ezcurra que no vemos por qué deba ser omitido. Se trata, como es obvio, de su encuadramiento activo en las filas del nacionalismo. El mismo lo convirtió en símbolo y en leyenda y fue objeto incesante de los más dispares comentarios. Hasta dos meses antes de su muerte, la publicación de un conocido lunático que medra con nuestra historia, le dedicaba unas páginas al mítico Jefe de Tacuara. Los enemigos solían resaltarlo y recordarlo para desacreditar su obra y su figura; y los amigos —según fas preferencias— miraban aquel pasado con “imperdonable” añoranza o con una tácita solidaridad a la distancia. 

     Y sin embargo no parecería ser así para él. Ni aquella peculiar jefatura política le pesaba como una culpa, ni veía en la militancia una conducta pretérita. Era fiel a sí mismo, y como quería León Degrelle, andaba recto y sin ceder en nada, firme con sus anhelos y con los días de su juventud. “Ni me olvido ni me arrepiento”, repetía cada vez que cuadraban las circunstancias, y cuando a fines de 1991 tuvimos ocasión de hablar juntos sobre el libro de su ilustre padre: Nacionalismo y Catolicismo, arrancó vítores en el veterano auditorio con sus definiciones tajantes y su convocatoria a la reconquista nacional. Antes —¡cómo olvidarlo!— había pronunciado su notable responso frente a los restos repatriados del Restaurador. Los que seguíamos sus palabras tras los muros de la Recoleta podemos dejar constancia del arrebato patriótico que suscitaron. Un frenesí de banderas coronó la ovación de aquel gentío que, al fin, en medio de tanta hibridez oficial, recibió los únicos conceptos que se debían escuchar en semejante día. Alberto Ezcurra era otra vez el dueño de la calle. Y el hombre era otra vez él más su leyenda. 

     Mucho se viene publicando sobre el nacionalismo en los últimos tiempos. El tema se ha puesto enfermizamente de moda, y los libelos de circunstancia que van apareciendo compiten en ficciones. En todos ellos las referencias Tacuara y a Alberto Ezcurra resultan inevitables. Pero no entienden nada.  Roberto Bardini escribe desde la deserción del nacionalismo católico, Daniel Gutman, Leonardo Senkman o Daniel Lvovich desde la Sinagoga, Sebrelli desde la contranatura, David Rock desde la CIA, Marcelo Larraquy y Roberto Caballero desde el amarillismo periodístico. ¿Cómo podrían desde tan mezquinas perspectivas rozar apenas la intelección de un alma como la de Alberto Ezcurra? Contestarles sus dislates sería darles la entidad de interlocutores válidos. Quede apenas señalada nuestra protesta, y sigamos adelante. 

     Porque algo quiso decimos el Señor con su vida. Y bien podría ser —entre tantas cosas— el que comprendamos definitivamente que son posibles la Fe y la Milicia, la Adoración y la Acción, la Espada y la Cruz, el amor a Dios y el amor a la Patria. Que es posible —como él mismo lo escribió hablando de su admirado Codreanu— la regeneración de las naciones cristianas sometidas, si se advierte que “la lucha no puede ser meramente política”. Es necesario para instaurar el Orden Nuevo, formar al hombre nuevo del que nos habla el Apóstol. Y ese hombre nuevo no se labra desde la sociología sino desde la teología. Se forma en la contemplación del Santo y del Mártir, del Místico y del Profeta; en la imitación ascética de las conductas heroicas, en la disciplina de la oración y del sacrificio, del trabajo y del combate. “Cuando un pueblo es arrastrado por sus gobernantes a la corrupción... no queda para la reconquista otro camino que el de la Cruz y el del martirio... El mal no se agota en las formas externas de un sistema político falso o injusto: tiene raíces en el orden sobrehumano del espíritu. Por ello sólo tiene sentido una lucha que abarque toda la complejidad de estos distintos aspectos”. Son palabras suyas que lo contestan todo. Y que descifran el misterio —si aún permanece tal para alguien— de por qué Alberto Ezcurra abraza la universalidad del sacerdocio sin olvidarse jamás de esta singular Argentina. De por qué su concepción de la política y de la guerra pendiente por el honor nacional, no podía sino conducirlo a la Viña del Padre, para sembrar y cosechar allí, abundantemente, los más altos y preciados frutos. Para él parecen escritos los versos de Verlaine que tradujera Castellani, hablando de la convergencia de los amores a Dios y a la Patria: “. . .y si es crucificado y verdadero, ya son un solo amor, ya no son dos...”. Y bien podría escribirse sobre su tumba aquello de Marechal que conocía de memoria: “Yo siempre fui un patriota de la tierra y un patriota del Cielo”. 

     En 1992, hablando postreramente en Buenos Aires, volvió a ratificar su doble condición de católico y nacionalista. Era en una fecha a su medida: el 20 de noviembre; y sólo su enorme fortaleza y su abundante generosidad le permitieron sobreponerse a las limitaciones físicas y darle con su prestigio un espaldarazo de maestro y amigo a mí libro El deber cristiano de la lucha, que le había pedido me presentara junto al Coronel Guevara. Muchísima gente se había congregado para escucharlo, en el viejo salón de la Asociación Patriótica Española. Se sabía, se presentía a regañadientes que, salvo milagro, sería aquella la última vez que podría hablar públicamente en su ciudad natal. Un viejo y leal camarada, el “Chiche” Lapadula había empapelado el centro anunciando el acto. Otro entrañable camarada, José María Trelles, había editado el libro, corriendo con los riesgos, como siempre. Entonces tomó la palabra Alberto y dijo en un momento, pausada y enérgicamente: “Ya no soy joven y estoy enfermo, pero si hay algún motivo por el cual podría pedirle a Dios que me prolongue la vida sería solamente por esto: para seguir luchando. Porque vale la pena luchar y tenemos esa obligación”. Todos supimos, sin decirlo, que era la despedida y a la vez el legado. En mi vida he vuelto a escuchar un aplauso tan prolongado. Aquellas palmas eran las manos amigas que le hacían saber de este modo que estaban con él hasta el final. 

     Pues ésto nos ha dejado el Padre Alberto Ezcurra. El ejemplo de una trayectoria épica, alegre y clara; el modelo de una contienda viril al estilo de los caballeros templarios. Como el Cid Campeador al Abad Don Jerónimo podría decirse de él: “¡Dios, qué bien lidiaba!”. Y en tanto la causa ejemplar produce efectos de vida y de espíritu que sobrepasan los lindes del cuerpo y de la materia, debe afirmarse con certeza que Dios ha escuchado su pedido, le ha prolongado la vida. Está junto a nosotros, como siempre, presente en nuestro afán.

     “Sin duda al llegar al Cielo vio a los muertos de Obligado que lo estaban esperando. Y en el celeste prado florecieron las estrellas federales y los ceibos”. Y habrá visto a José Antonio y al Capitán Legionario. A los caídos de Malvinas y a los soldados de todas las guerras justas que exaltara. A los maestros de la Realeza de Cristo y de la Esclavitud Mariana. A los testigos de la Fe hasta el derramamiento de sangre y a los Caudillos del buen combate y de la recta doctrina. Habrá visto cara a cara la Luz y la Gracia. Y ángeles con tacuaras le salieron al encuentro para ratificar en lo Alto el juramento aquél que pronunciara aquí abajo: “Juro con el corazón y el brazo señalando el testimonio de Dios, defender con mi vida y con mi muerte los valores permanentes de la Cristiandad y de la Patria”. 

     No es comprensible entonces que a alguno se le escape, siquiera por rutina, la cansada expresión aplicada a los difuntos: “¡Pobre Padre Ezcurra!”. Bienaventurado Padre Ezcurra y pobres de nosotros si no somos capaces de merecer su destino. 

     Ahora descansa su cuerpo sobre la tierra de San Rafael. Pasarán las estaciones y las siembras, las fiestas de la Ascención y las de la llegada del Paráclito. Pasarán los trigales y los viñedos sobre los campos y los cálices. Vendrán nuevos y antiguos sacerdotes que sentirán su nombre entre campanas. 

     Pero un día —cuando el Señor de las Batallas disponga la Ultima Avanzada— llegará hasta su tumba la canción entrañable que lo convoque de nuevo a la marcha que nunca abandonó. Y sentirá sus sones repitiendo: 

“Despierta camarada, que fresca de rocío

la voz de los clarines te llama a tu deber.

La media luz del alba ya alumbra los caminos:

¡Despierta Camarada! Llegó el amanecer.” 

      Como tal vez sea cierto que en vísperas de su viaje, haya dicho lo que supuse en un poema que le  escribí extrañando su irreemplazable presencia: 
 

Todo está bien, me he puesto la sotana.

El rosario se anuda entre mis dedos

y el viático me alcanza para el viaje.

La clase ya fue dada, quedan libros

entre estampas, recuerdos y cigarros. 

Todo está bien, incluso esta madera

que bordea mi cuerpo y lo amortaja.

Los rezos que sin llanto me despiden.

Hago memoria: hay pan y un misal viejo.

Dejé lista la misa de mañana.

Una vez más diré que yo no escribo.

La homilía y la arenga se improvisan

como el Ave María y el Magnificat.

Todo está bien, llegaron camaradas.

Conservan la bandera y el saludo,

esa costumbre de tomar cerveza,

discutir en voz alta, acalorarse,

,caminar marcialmente aunque los años

crujan como un navío a la intemperie.

Aquí en San Rafael el sol flamea

-parece un estandarte al mediodía-.

La Ascención del Señor tuvo su fiesta.

Pentecostés me espera, ya en la Casa. 

Todo está bien, amigos, la liturgia,

la unción de los enfermos, el recaudo

de colocar a modo de epitafio

la consigna de Job, marechaliana.

Amé la tierra en su raíz antigua.

Serví a los pobres cuando no era moda.

Canté caudillos en la eneida patria.

No me perdonan el responso a Rosas. 

Todo está bien. Sirvieron el pescado

picante,con el vino en damajuanas.

Ayer de Paraná o de Buenos Aires

dos vocaciones nuevas me llamaron. 

Todo está bien, ya vienen, ya me cargan

(no parezco pesado esta mañana).

El cementerio tiene vista al cielo.

He dejado un licor para la vuelta. 
 

El Padre Meinvielle y la Patria

El ser de la patria 

En las páginas de una obra suya escrita en 1940, a la que tituló esperanzadamente Hacia la Cristiandad, el Padre Julio Meinvielle explica con propiedad teológica cuál es el origen histórico del Occidente Cristiano.

Tres apóstoles, nos dice, Pedro, Juan y Santiago, fueron especialmente distinguidos por el Señor. A ellos llamó con nombres significativos y ubicó en sitiales particulares. A ellos quiso revelar su gloria en el Tabor y confiar su agonía en Getsemaní. Y en ellos, que están representadas y encarnadas las tres virtudes teologales, se encuentra la raíz y el núcleo de la Christianitas
 

Decir Pedro es decir Roma y nombrar la Fe. Santiago es la Esperanza y es España, fuerte e indoblegable, precisamente por su sentido heroico de la esperanza. Y Juan es la Caridad, y la caridad abrazó a Francia con la misión de San Potino que envió San Policarpo mártir, discípulo de Juan. Por eso Pedro, Santiago y Juan; Fe, Esperanza y Caridad; Roma, España y Francia, son profundas y olvidadas trilogías que explican el origen y la cumbre de nuestros orígenes, y que se hallan substancialmente ínsitas en nuestra identidad nacional. 

Quiere significar lo antedicho, entonces, que estas tierras americanas nuestras, en cuyo vértice austral está enclavada la Argentina, nació –gracias a España- como una rama viva de la Cristiandad. Pero la Cristiandad –sigue enseñando Meinvielle- es Cristo adorado y servido públicamente, es el ordenamiento de la vida temporal bajo la principalía del Señor, es vivir de acuerdo al Evangelio y conformar a las sabias e imprescriptibles enseñanzas de la Cátedra de la Unidad, toda la vida de los estados nacionales. Va de suyo que si la patria quiere ser fiel a sus días fundacionales, no puede sino bregar por la Cristiandad, abriendo sin temores y de par en par las puertas al Redentor, como diría Juan Pablo II.  

En consecuencia, el ser más íntimo y más hondo de la patria no hay que buscarlo en brumosas ideologías, ni en desencaminados indigenismos, ni en jacobinas revoluciones, sino en la Civilización Cristiana, o por más augusto nombre, en la Ciudad Católica. Y si recordamos –como insiste el Padre Meinvielle- que nuestra Madre España, la que nos daría este ser, fue “conquistada a Jesucristo por Santiago”, justo es recordar asimismo que Santo Tomás ha llamado a aquel apóstol procipuus debellator adversariorum Dei, esto es, principal luchador contra los enemigos de Dios. ¿Puede alguien no entender este claro mensaje de los orígenes patrios? ¿Puede alguien moralmente sano desentenderse de este legado que nos viene de los días del principio? 

Lo que Meinvielle viene a predicarnos en suma, es que nacimos católicos, apostólicos y romanos, con vocación imperial –como la que tuvo Hispania; esto es, evangelizadora de pueblos- y con misión de luchadores intrépidos, como el Jacobeo a quien Jesús llamó Boanerges, hijo del trueno, y llama, lumbre y vértigo en el impetu misionero. 
 
El estar de la patria 

Pero el Padre Julio no se engañaba, ni enmascaraba o diluía la dura realidad de la patria enferma que le tocó presenciar. Sufría por ella, como ante una madre que se desangra y agoniza. “La patria fue su herida”, díjole el Padre Sato. Y acertaba. 
 

En una de sus tantas conferencias políticas pronunciada en los albores de la década del sesenta –movida por el fragor de las circunstancias, es cierto, pero iluminada con la filosofía perenne- Meinvielle llamó Guerra Revolucionaria al mal mayor que aquejaba a la nación. Y la denominación es pertinente y adecuada, porque esa guerra, según nos lo explica, empieza por negar “los derechos públicos de la Verdad,y los de la tradición auténtica de la Europa Cristiana”. Se trata entonces de una cuestión primeramente religiosa, de esas que Donoso Cortés invitaba a encontrar detrás de toda aparente cuestión política. 

La maldita revolución así definida, tenía en cautiverio a la Argentina. Y el Padre Meinvielle no hacía acepción de personas al señalarla y combatirla. Bajo la llamada década infame o bajo el frondizismo, con el peronismo y sin él, con los militares populistas o con los liberales, con los azules o los colorados. Cambiaban los hombres y las denominaciones eventuales, pero el motor de esa Revolución Mundial seguía siendo localizable en la judeomasonería, y el motor de esta fuerza seguía siendo el odio a Jesucristo. Hacer lo contrario de la Revolución era, pues, la salida y el camino, si de rescatar a la patria se trataba. No una revolución contraria, diría de Maistre, sino lo contrario de la Revolución. 

Escuchemos directamente sus palabras. “Los cimientos más profundos de nuestra nación son cristianos, y los males que nos aquejan son desviaciones anticristinas [...] La primera virtud que nos hace falta en esta coyuntura es la fortaleza. Tener la voluntad de querer salir del estado de postración en que nos encontramos. Esa voluntad ha de estar arraigada[...] al menos en un grupo de argentinos dispuestos a la muerte por el bien de la patria [...] Un nacionalismo, hoy, sólo puede ser salvador de la patria si tiene capacidad y empuje para remontar la pendiente por donde viene deslizándose al abismo la humanidad. Y sólo los valores cristianos vividos auténticamente, contienen esa fuerza [...] La Patria no se puede salvar sino con un acto de heroismo que tenga capacidad para remontar la pendiente por donde nos deslizamos” (cfr. su El Comunismo en la Argentina,Buenos Aires, Dictio, 1974, p.490,488,,485). 

De la Cristiandad a Versailles 

Bien aprendido tenía el Padre Julio, aquel mensaje evangélico, según el cual, quien es fiel en lo poco será en lo mucho fiel. Por eso, sus indicaciones sobre el ser y el estar de la patria, y principalmente sus enseñanzas sobre el rescate necesario y urgente de la misma, no se quedaban en el terreno siempre lícito de las especulaciones o de las grandes y necesarias convocatorias políticas.  Se volcaban a la acción, se traducían en obras, se expresaban en bienes tangibles. Y a cada paso de su vida sacerdotal parece decirnos con gestos concretos, que no se puede amar a la patria sino se  empieza amando la cuadra en la que se vive, el barrio en el que se habita, la parroquia que se frecuenta, la vecindad de carne y hueso con la que convivimos a diario.  

Así lo hizo, por ejemplo, desde Nuestra Señora de la Salud, campo propicio que Dios le pusiera en su camino, para probar con creces esta fidelidad católica y argentina, esta posibilidad cierta de edificar la cristiandad en el pago chico, este irrenunciable afán de ser patriota de la tierra y patriota  del cielo. “Para Meinvielle” –dice Fabián González Arbas- “las fechas y los símbolos patrios tenían un alto significado cívico y no pasaron nunca inadvertidos. A decir verdad, buena parte de la formación que [la parroquia Nuestra Señora de] La Salud brindaba a través del método scout estaba  dirigida a resaltar los valores nacionales y el amor a la patria”  (Cfr. Los scouts de Meinvielle,Buenos Aires, Profika, 2001, p. 139). Y a continuación, el autorizado y fiel testigo que esto relata, describe el festejo del 25 de mayo de 1944, con misa de campaña, toque de tambores y clarines, bandera desplegada e izada hasta el tope, y un concurso varonil del que “resultaba ganador el que armaba primero el mástil e izaba el pabellón nacional” (ibidem, p. 140). Olvidada pedagogía del patriotismo cristiano. Traicionada pastoral vertebrada en la pietas,sin la cual no hay justicia alguna.¡Qué nostalgia al traerla nuevamente a la memoria, cuando arrecian tiempos crepusculares! 

En este año del centenario del natalicio del Padre Meinvielle, en este mes de julio que contiene la festividad de la Independencia, y en esta hora de tinieblas, de una espesura como pocas veces se han enseñoreado sobre la Argentina, nos place evocar así al maestro. Entre tambores y clarines. Como párroco de la Cristiandad, atendiendo a Occidente desde el humilde Versailles. Como defensor de nuestra unidad de destino en lo Universal .La cruz en una mano, y bien al tope el pabellón azul y blanco

El perdón de la Iglesia.

Ante el "mea culpa" que, con motivo del Jubileo, ha entonado la Jerarquía de la Iglesia parece oportuno y a la vez honesto formular tres aclaraciones. Todas las cuales -necesarias en sí mismas- se vuelven perentorias por el agravante de la horrenda e intencional falsificación llevada a cabo desde algunos medios de comunicación, o el silencio que, en otros casos, ha lastimado tanto como la tergiversación. Por eso es necesario resaltar

1) lo bueno que se dijo y que se ha ocultado por los medios
2) lo que se dijo y con amor filial nos preocupa
3) lo que, respetuosamente, quisiéramos que se hubiera dicho

1) Lo bueno que se dijo y que se ha ocultado por los medios

-"La Iglesia, desde siempre, ha sabido discernir las infidelidades de sus hijos (...) La Iglesia es también maestra cuando pide al Señor perdón" (monseñor Piero Marini, maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias, 7-3-2000, con ocasión de explicar el alcance de la celebración litúrgica pontificia del mea culpa del 12 de marzo)

-"Es importante recalcar que (Memoria y Reconciliación: la Iglesia y las culpas del pasado) se trata de un documento de la Comisión Teológica Internacional (Esto no significa que sea un documento de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. No es por tanto, un texto de la Santa Sede y mucho menos del Papa. El mismo Cardenal Ratzinger, al presentarlo esta mañana, explicó que con este texto la Iglesia no pretende erigirse en juez del pasado, ni encerrarse de manera pesimista en sus propios pecados" (Comunicado de la Comisión Teológica Internacional, Agencia Zenit, 7-3-2000)

-"El documento (Memoria y Reconciliación...etc) no es más que el resultado de un grupo de teólogos (...) Cuando se habla del pasado de la Iglesia, se cuentan muchas cosas que, con frecuencia, son calumnias, mitos. La verdad histórica es la primera exigencia" (Padre Georges Cottier, Secretario de la Comisión Teológica Internacional, autora del texto, 8-3-2000)

-"La Iglesia del presente no puede constituirse como un tribunal que sentencia sobre el pasado. La Iglesia no puede y no debe expresar la arrogancia del presente (...) El protestantismo ha creado una nueva historiografía de la Iglesia con el objetivo de demostrar que no sólo está manchada por el pecado, sino que está totalmente corrompida y destruida (...) La situación se agravó con las acusaciones de la Ilustración, que desde Voltaire hasta Niezstche, ven en la Iglesia el gran mal de la humanidad que lleva consigo toda la culpa que destruye el progreso (...) Necesariamente hubo de surgir una historigrafía católica contrapuesta para demostrar que , a pesar de los pecados, la Iglesia sigue siendo la Iglesia de los santos: la Santa Iglesia (...) No se pueden cerrar los ojos ante todo el bien que la Iglesia ha hecho en estos últimos dos siglos devastados por las crueldades de los ateísmos" (Cardenal Joseph Ratzinger, 7-3-2000, con ocasión de presentar en la Sala de Prensa de la Santa Sede, el documento Memoria y Reconciliación...)

-"La confessio peccati, sostenida e iluminada por la fe en la Verdad que libera y salva (confessio fidei), se convierte en confessio laudis dirigida a Dios, en cuya sola presencia es posible reconocer las culpas del pasado y las del presente (...) Este ofrecimiento de perdón aparece particularmente significativo si se piensa en tantas persecuciones como los cristianos han sufrido a lo largo de la historia" (Memoria y Reconciliación, Introducción)

-"La dificultad que se perfila es la de definir las culpas pasadas, a causa sobretodo del juicio histórico que esto exige, ya que en lo acontecido se ha de distinguir siempre la responsabilidad o la culpa atribuibles a los miembros de la Iglesia en cuanto creyentes, de aquella referible a la sociedad (...) o de las estructuras de poder(...) Una hermenéutica histórica es, por tanto, necesaria más que nunca, para hacer una distinción adecuada entre la acción de la Iglesia (...) y la acción de la sociedad (...) Es justo por otra parte, que la Iglesia contribuya a modificar imágenes de sí falsas e inaceptables, especialmente en los campos en los que, por ignorancia o por mala fe, algunos sectores de opinión se complacen en identificarla con el oscurantismo y la intolerancia" (Memoria y Reconciliación, 1, 4)

-"¿Se puede hacer pesar sobre la conciencia actual una "culpa" vinculada a fenómenos históricos irrepetibles, como las Cruzadas o la Inquisición? ¿No es demasiado fácil juzgar a los protagonistas del pasado con la conciencia actual, como hacen escribas y fariseos, según Mt. 23, 29-32...? (Memoria y Reconciliación, 1, 4,)

-"(...)Es convicción de fe que la santidad es más fuerte que el pecado en cuanto fruto de la gracia divina: ¡son su prueba luminosa las figuras de los santos, reconocidos como modelos y ayuda para todos! Entre la gracia y el pecado no hay un paralelismo, ni siquiera una especie de simetría o de relación dialéctica (Memoria y Reconciliación, 3, 4)

-"Es necesario preguntarse: ¿qué es lo que realmente ha sucedido?, ¿qué es exactamente lo que se ha dicho y hecho? Solamente cuando se ha ofrecido una respuesta adecuada a estos interrogantes, como fruto de un juicio histórico riguroso, podrá preguntarse si eso que ha sucedido, que se ha dicho o realizado, puede ser interpretado como conforme o disconforme con el Evangelio (...) Hay que evitar(...) una culpabilización indebida que se base en la atribución de responsabilidades insostenibles desde el punto de vista histórico" (Memoria y Reconciliación, 4).

-"Juan Pablo II ha afirmado respecto a la valoración histórico-teológica de la actuación de la Inquisición: 'El magisterio eclesial no puede evidentemente proponerse la realización de un acto de naturaleza ética, como es la petición de perdón, sin haberse informado previamente de un modo exacto acerca de la situación de aquel tiempo. Ni siquiera puede tampoco apoyarse en las imágenes del pasado transmitidas por la opinión pública, pues se encuentran a menudo sobrecargadas por una emotividad pasional que impide una diagnosis serena y objetiva (...) El primer paso debe consistir en interrogar a los historiadores, a los cuales se les debe pedir que ofrezcan su ayuda para la reconstrucción más precisa posible de los acontecimientos, de las costumbres, de las mentalidades de entonces, a la luz del contexto histórico de la época" (Memoria y Reconciliación, 4)

-"Debe evitarse cualquier tipo de generalización. Cualquier posible pronunciamiento en la actualidad debe quedar situado y debe ser producido por los sujetos más directamente encausados(...) La Iglesia es propensa a desconfiar de los juicios generalizados de absolución o de condena respecto a las diversas épocas históricas. Confia la investigación sobre el pasado a la paciente y honesta reconstrucción cientifica, libre de prejuicios de tipo confesional o ideológico...(Memoria y Reconciliación, 4, 2)

-"(...) No caer en el resentimiento o en la autoflagelación, y llegar mas bien a la confesión del Dios 'cuya misericordia va de generación en generación' " (Memoria y Reconciliación, 5, 1)

-"Nunca se puede olvidar el precio que tantos cristianos han pagado por su fidelidad al Evangelio y al servicio del prójimo en la caridad" (Memoria y Reconciliación, 6, 1)

-"Además, hay que evaluar la relación entre los beneficios espirituales y los posibles costos de tales actos (de perdón) también teniendo en cuenta los acentos indebidos que los 'medios' pueden dar a algunos aspectos de los pronunciamientos eclesiales(...) Hay que subrayar que el destinatario de toda posible petición de perdón es Dios (...) Se debe evitar(...) la puesta en marcha de procesos de autoculpabilización indebida (Memoria y Reconciliación, 6, 2)

-"Lo que hay que evitar es que actos semejantes (los del perdón) sean interpretados equivocadamente como confirmaciones de posibles prejuicios respecto al cristianismo. Sería deseable por otra parte, que estos actos de arrepentimiento estimulasen también a los fieles de otras religiones a reconocer las culpas de su propio pasado (...) La historia de las religiones (no se refiere aquí a la católica) está revestida de intolerancia, superstición, connivencia con poderes injustos y negación de la dignidad y libertad de las conciencias" (Memoria y Reconciliación, 6, 3)

-"Su petición de perdón (el de la Iglesia) no debe ser entendida como (...) retractación de su historia bimilenaria, ciertamente rica en el terreno de la caridad, de la cultura y de la santidad" (Memoria y Reconciliación, Conclusión)

-"Se debe precisar el sujeto adecuado que debe pronunciarse respecto a culpas pasadas (...) En esta perspectiva es oportuno tener en cuenta, al reconocer las culpas pasadas e indicar los referentes actuales que mejor podrían hacerse cargo de ellas, la distinción entre magisterio y autoridad en la Iglesia: no todo acto de autoridad tiene valor de magisterio, por lo que un comportamiento contrario al Evangelio, de una o más personas revestidas de autoridad no lleva de por sí una implicación del carisma magisterial (...) y no requiere por tanto ningún acto magisterial de reparación" (Memoria y Reconciliación, 6, 2)

El católico al menos, tiene que saber entonces, que es falso que la Iglesia le haya pedido perdón al mundo o a sus adversarios y no a Dios; que haya renunciado a su pasado de glorias y triunfos de la Fe; que haya negado a sus santos y a sus héroes; que haya aceptado las mentiras históricas elaboradas por sus difamadores y detractores; que haya admitido las argumentaciones masónicas que la retratan como oscurantista o inhumana, que haya condenado a las Cruzadas, a la Inquisición, a la Evangelización o a la Conquista de América; que haya obviado toda referencia a las persecuciones de que fue y es objeto y a los gravísimos errores de los ateísmos y de las demás religiones. Es falso que este mea culpa sea un nuevo dogma, una resolución ex catedra o una retractación del Magisterio. Es falso incluso que toda palabra o conducta de una autoridad eclesial deba ser tomada como docente, incluyendo las palabras y las conductas de los intérpretes o aplicadores de este pedido de perdón. Todo esto y tantísimo más es falso, pero se ha propalado desde los medios, desde ciertas cátedras seglares o religiosas y desde las usinas de la intelligentzia, sin encontrar al menos ele elemental correctivo de remitirse a las fuentes.


2) Lo que se dijo y con amor filial nos preocupa

-Nos preocupa que se pida perdón cuando no se advierte culpa. La Iglesia, por ejemplo, no es culpable de la división de los cristianos causada por la herejía protestante, o por el accionar de otros tantos heresiarcas, antes y después de la Reforma. No es culpable de los cismas, aunque una vez provocados alguien pudiera señalarle actitudes aisladas poco caritativas. No es culpable del extravío del paganismo, como la esclavitud o el menoscabo de las mujeres; ni de los crímenes del capitalismo, como el abandono de los pobres o el desprecio por necesitados; ni de las aberraciones del materialismo, como la supresión de los no nacidos; ni de los atropellos del imperialismo, del neopaganismo y del sionismo, como la persecución a razas y etnias, ni de las atrocidades del marxismo, como las campañas genocidas. No sólo no es culpable la Iglesia sino que es víctima, y en gran medida por oponerse sistemáticamente con su testimonio a tan graves pecados.

-Nos preocupa que tras las disculpas por presuntas faltas de respeto a otras culturas y creencias , se pueda justificar el salvajismo, el tribalismo y la idolatría, cayendo en un relativismo cultural, religioso y ético que vuelve ilícita cualquier tarea apostólica o inhibe todod fervor misionero o el obligado llamamiento a la conversión. O que desacredite las grandes gestas evangelizadoras de la historia, las hazañas de sus testigos, las epopeyas martiriales de sus guerreros santos.

-Nos preocupa que pueda sasociarse toda violencia con la negación del Evangelio; cuando es un hecho que, tanto de las fuentes vétero y neotestamentarias surge la legitimidad de una fortaleza armada al servicio de la Verdad desarmada. Este deber cristiano de la lucha halla su fundamento y su necesidad tanto en las Escrituras como en las enseñanzas patrísticas y escolásticas, tanto en las obras de los grandes teólogos de todods los tiempos como en la mismísima hagiografía y en la Cátedra bimilenaria de Pedro, hasta la actualidad y sin exclusiones.

-Nos preocupa que se les reproche a los católicos el poco esfuerzo "por remover los obstáculos que impiden la unidad de los cristianos", sin hacer referencia a la única unidad posible y duradera cual es la que brota del arrepentimiento y de la conversión de quienes están en el error, y de su consiguiente regreso a la Iglesia, fuera de la cual no hay salvación, aún teniendo en cuenta los casos de ignorancia invencible, ya que quien se salva, se salva dentro de la Iglesia.

-Nos preocupa que se imponga como criterio de autoacusación la falta de respeto por la libertad de la conciencia individual, cuando el fundamento de la conciencia no es la libertad sino el dictado de la sindéresis o recto sentido moral objetivo. Que prevalezca asimismo la criteriología de los derechos humanos -su conculcación o su respeto irrestricto como divisoria universal de aguas- sin tomar jamás expresa distancia de la ideologización, desnaturalización, y manipulación que se viene haciendo de esos derecchos desde el Iluminismo y hasta pareciendo a veces que se coincide con tal perspectiva.

-Nos preocupa que para atemperar las hipotéticas faltas de la Iglesia en el pasado, se cuestione la unión de lo temporal con lo espiritual durante "los siglos llamados de cristiandad"; o que se aluda a los cambios de paradigmas situacionales en el transcurso de los tiempos. Lo primero puede conducir a la convalidación del secularismo, lo segundo a la adopción del historicismo.

-Nos preocupa que una vez reconocida la existencia de una historiografía facciosa, alimentada por el odium Christi, se desaliente la apologética. Y que una vez reconocidas igualmente, tanto la necesidad como la urgencia de la rigurosidad cientifica en el terreno de los estudios del pasado, se omita toda mención a las grandes obras y a los autores magistrales que ya han dilucidado períodos, acontecimientos y actores justamentte vilipendiados. Incluyendo aquellos que han tenido lugar en el transcurso del siglo XX.

-Nos preocupa que la jerarquía eclesiástica presente, eleve a los altares a quienes entregaron su vida durante guerrras justas por la defensa del sentido cristiano de sus respectivas patrias- verbigratia los Cristeros y los combatientes de la Cruzada Española- y desapruebe a la vez "las formas de violencia ejercida en la represión y corrección de los errores". Tamaña paradoja podría dar pie a una visión pacifista, ajena al espíritu de la doctrina católica, como al riesgoso equívoco de creer que el bien se impone sin el esfuerzo y sin el sacrificio del buen combate.

-Nos preocupa que en la condena al nacionalsocialismo prevalezcan más esos prejuicios de la opinión pública a los que sensatamente se alude en relación con otros hechos pretéritos, antes que los juicios suscitados por la rigurosidad de los estudios científicos, por negativos que pudieran resultar; o los tópicos de la propaganda aliada antes que las claras y empinadas admoniciones de Pío XI en la Mit brennender Sorge. Que no se tengan en cuenta las teorías anticristianas de sus fundadores, ni ciertas prácticas anticatólicas de sus gestiones gubernamentales, ni el martirio a que fueron sometidos, entre otros, Santa Edith Stein o San Maximiliano Kolbe, sino la discutible cuestión de "la shoah", más próxima a la propaganda política de posguerra que a la verad histórica, y más próxima también a la agitación proselitista de las izquierdas que a la realidad de lo acontecido.

-Nos preocupa que aquella indiscutible condena al nacinalsocialismo, ya aludida, no tenga su correlato en otra análoga a la intríseca perversidad comunista, responsable de la muerte de cien millones de cristianos, ni a las sostenidas acciones terroristas y a la justificación de la tortura sostenida desde el Estado israelí. Que ningún perdón se les exija a aquellos judíos que fueron los principales ideólogos o ejecutores del marxismo, o que ningún perdón se eleve por los católicos cómplices de colaboracionismo comunista, ya por acción u omisión. Que ninguna disculpa implique a los bautizados que, aún con rasgos jerárquicos eclesiales, fueron compañeros de ruta de la guerrilla roja, responsable de tantas muertes y desolaciones.

-Nos preocupa que se aluda a la hostilidad de numeroso cristianos hacia los hebreos, cuando los textos religiosos basales del judaísmo están impregnados de una estremecedora animadversión hacia los cristianos; cuando una gran parte sustantiva y dolorosa de la Iglesia, es la historia de las maquinaciones hebreas contra Ella.; cuando la documentación seria prueba la existencia de numerosos casos de católicos víctimas de crímenes perpetrados por judíos, en tanto tales, y por odio a la Fe de Jesucristo, cuyas víctimas han sido elevadas a los altares por la Iglesia, desde San Esteban hasta Santo Dominguito del Val, San Simeón de Trento, San Guillermo de Norwich o el santo Niño de la Guardia. Y cuando es un hecho actual, notorio y visible por todos, el hostil desprecio y la vulgar agresión de cierta jerarquía judía hacia el santo Padre, hacia su humilde pedido de perdón y hacia el esfuerzo de su viaje apostólico al corazón de Israel. Sin que faltaran allí los miembros del Jabad Lubavitch, que envueltos en el taledo y haciendo sonar el shofar pidieron ritualmente su asesinato, ante la indiferencia de quienes debieron reprobarlos enérgicamente.

-Nos preocupa al fin, que se hable del antisemitismo cristiano como factor coadyuvante del antisemitismos nazi, y hasta del retaceo de la ayuda ante el maltrato del que fueron objeto los judíos durante el Tercer Reich. No existe un antisemitismo cristiano, sino una explicación cristiana del misterio de la enemistad teológica de Israel; y en el más doloroso de los casos, un conjunto de prevenciones dadas oportunamente por la Iglesia para evitar los conflictos recíprocos. Existe en cambio un anticristianismo judaico, teórico y práctico. que arrancó los primeros gritos de dolor en el Nuevo Testamento: "¡Matásteis al Autor de la Vida!" (Hechos 3, 13-15), "¡Crucificásteis al Señor de la Gloria!" (1 Cor. 2, 8). Existió un Pío XII que se desveló por la suerte de los hijos de la Antigua Alianza, y no conocemos de la existencia de ninguna autoridad rabínica equivalente que haya tomado como propia la suerte de los cristianos asesinados en los gulags.

-Nos preocupa que en el legítimo afán de aliviar las heridas que pudieran haber recibido los judíos durante su larga historia, se eche al olvido el drama teológico que significó su defección y apostasía, del que nos habla San pablo en los capítulos noveno a undécimo de su Epístola a los Romanos, que se pase por alto el drama mayor del deicidio, corroborado por el Señor cuando dijo "Sé que sois linaje de Abraham, pero buscáis matarme, porque mi palabra no ha sido acogida por vosotros" (Jn, 8, 37); y sobretodo, que se evite pronunciar cuidadosamente todo deseo o reclamo de conversión a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Mesías.

-Nos preocupa en definitiva, que este pedido de perdón, imprudente de por sí, torcido por los medios, malinterpretado por los pseudointelectuales con poder, escamoteado en sus significaciones más nobles y capitalizado por los innúmeros calumniadores de la Fe católica sin aclaraciones condignas y autorizadas, instale artificialmente -para desconcierto de todos- la dialéctica de una Iglesia pre-meaculpa y postmeaculpa, de consecuencias tan dañinas como otras divisiones dialécticas ya probadas


3) Lo que, respetuosamente, quisiéramos que se hubiera dicho


No tenemos dudas de que en la Iglesia ha existido y existe el antitestimonio; de que muchos de sus hijos - desde la autoridad o desde el llano- han sido y son causa del pecado de escándalo; de que la memoria necesita purificarse de semejantes vicios.

Hubiera sido oportuno en tal sentido hablar del proceso de autodemolición al que se refiriera, denunciándolo, Paulo VI, cuyos responsables tienen nombres y apellidos; de la tolerancia, cuando no de la aquiescencia para con ese "humo de Satán" que se dejó entrar en el templo de Dios, según dolorosísima expresión del precitado Pontífice; de las "verdaderas y propias herejías que se han propalado", tal como lo reconociera Juan Pablo II el 6 de febrerro de 1981, y en particular de ese "conglomerado de todas las herejías", como llamó San Pío X al modernismo, así como de su sucesora, "la concepción que no se puede definir sino con el término ambiguo de progresista (y que) no es ni cristiana ni católica" (Paulo VI, mensaje a los católicos de Milán, 15-8-1963)

Hubiera sido oportuno pedir perdón por la desacralización de la liturgia, por la profanación de tantas celebraciones eucarísticas, por el vaciamiento de los Sagrados Textos, por la falsificación de la catequésis, por la adulteración de la dogmática, por el escamoteo de la ascética, por la desnaturalización de la pastoral, por el inmanentismo, el secularismo y y el horizontalismo en todos los terrenos que han desarrollado muchos sacerdotes. Perdón por el falso ecumenismo y el sincretismo, por el pluralismo ilimitado e irrestricto, por la protestatización de la Misa, la marxistización de la teología, la cabalización de la Fe, el aseglaramiento de los clérigos, la reconciliación con el "mundo". Perdón por las ceremonias inter-religiosas o pluriconfesionales en las que el Vicario de Cristo queda homologado con los líderes de las falsas creencias, y el Dios Uno y Trino con los profetas demasiado humanos de los cultos antiguos o modernos.

Hubiera sido oprtuno pedir perdón por los pastores medrosos, cómplices del liberalismo y del comunismo; por los curas guerrilleros o agitadores tercermundistas, por los obispos que confunden a su grey con palabras y hechos que no son sino contemporizaciones con los enemigos de la Iglesia; por los que ensayaron todos los errores filosóficos del siglo y se olvidaron de la filosofía perenne; por los innovadores que terminaron siendo socios activos de la Revolución; por los que llamaron renovación a la apostasía y traicionaron a sabiendas la Tradición. Perdón por las deserciones en nombre del antitriunfalismo, por el temporalismo, el activismo, y la malsana mundanización. Perdón por no haber predicado explícita y contundentemente la Realeza de Nuestro Señor Jesucristo.

Mas como no sea cosa que se crea que estos deseados pedidos de perdón reconocen su punto de partida en los días posteriores al Concilio Vaticano II, hubiera sido oportuno además, que se entonara un mea culpa especialmente doloroso y trágico, por ese mal enorme y antiguo del fariseísmo que resume y contiene a todos los otros, y que desde lejos viene corroyendo y afeando el Santo Rostro de la Santa Madre Iglesia.

Hubiéramos deseado que se dijera -enfáticamente, con toda la energía y el ardor de la caridad- que la Iglesia está acechada por dentro y por fuera, tal vez como no lo estuvo nunca en su bimilenaria historia. Que semejante situación exige, por supuesto, católicos capaces de reconocer sus verdaderas culpas y de pedir humildemente perdón a Dios y al prójimo genuinamente ofendido. Católicos penitentes y rezadores, con el sayo de los peregrinos contritos y suplicantes; pero también y por lo mismo, católicos militantes, llenos de lucidez y de coraje, con la armadura de los caballeros victoriosos, conscientes de que Cristo vuelve, de que Cristo Vence, de que Cristo Reina e Impera. Y de que entonces, como lo dijera San Pablo, "nadie será coronado, si no ha valientemente combatido".