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Campanas de tierra y cielo

Los Cinco Nacimientos de Jesucristo


 

En la preciosa obrita de Fray Luis de León, titulada De los nombres de Cristo (Buenos Aires, Poblet, 1946), se nos dice, en un capítulo dedicado a la naturaleza del nombre: “trataremos qué cosa es esto que llamamos nombre, y qué oficio tiene”. Y así se hace,a lo largo de tres libros notables –que no son otra cosa que un diálogo entre Marcelo, Juliano y Sabino- del que dijo Menéndez y Pelayo, en su Historia de las Ideas Estéticas, que “sólo con los diálogos de Platón admiten paralelo, por lo artístico y lo luminoso.

      Pero más allá del valor poético y humanístico de esta obra (lo que no es poco decir), nos interesa aquí la precisión escriturística y teológica, la certeza conceptual con la que educe del nombre Hijo, la afirmación un tanto chocante del título de este trabajo.

      “Tiene nombre de Hijo Cristo” –dice Fray Luis- “porque el Hijo nace, y porque le es  a Cristo tan propio, y como si dijésemos tan de su gusto en nacer que solo El nace por cinco diferentes maneras, todas maravillosas y singulares. Nace según la divinidad, eternamente del Padre. Nació de la Madre Virgen, según la naturaleza humana, temporalmente. El resucitar después de muerto a nueva y gloriosa vida para no más morir, fue otro nacer. Nace en cierta manera en la Hostia cuantas veces en el altar consagran aquel pan en su cuerpo. Y últimamente nace y crece en nosotros mismos siempre que nos santifica y renueva”.

      Detengámonos en este quinto modo por el que Jesucristo sacia su gusto en nacer.

      La gracia es el favor, la gratuidad auxiliadora que el Señor nos otorga para contestar su requerimiento. Es un convite a participar en la vida misma de Dios, a ingresar en la intimidad trinitaria; y es asimismo un llamado sobrenatural al Cielo. La gracia de Cristo sana y santifica nuestra alma pecadora, porque es en cada uno de nosotros la fuente de santificación, si hemos de decirlo remitiendo a San Juan(Jn. 4,14; 7,38-39).

      Así completa en nosotros lo que El mismo comenzó, adelantándosenos y siguiéndonos, como lo dice bellamente San Agustín: “Su misericordia se nos adelantó para que fuésemos curados; nos sigue todavía para que, una vez sanados, seamos vivificados; se nos adelanta para que seamos llamados, nos sigue para que seamos glorificados; se nos adelanta para que vivamos según la piedad, nos sigue para que vivamos para siempre con Dios, pues sin El nada poemos hacer”.

      Todo esto le debemos al Quinto Nacimiento de Jesús; que es nada menos que el lavarnos y hacernos sarmientos de su Vid, acogiendo tanto el perdón como la justicia de lo Alto, “porque la justificación” –se ha enseñado en Trento- “entraña el perdón de los pecados, la santificación y la renovación del hombre interior” (Dz.1528).

      Le preguntaron capciosamente a Santa Juana de Arco si sabía que estaba en gracia. La heroica Doncella de Orleans –en quien Cristo gustaba nacer predilectamente- dio una respuesta paradigmática: “si no lo estoy, que Dios me quiera poner en ella; si lo estoy, Dios me la conserve”. Que es como haberle dicho, según Fray Luis: si ya has nacido en mi por quinta vez, Señor, déjame que mi ser se haga cuna y yo desvelo para tenerte siempre. Si aún no, no te tardes;concédeme la dicha de vivir pesebremente para merecer tu llegada.

      Siempre que nos santifica y renueva nace en nosotros. Mas la santidad no es vida ordinaria y defectuosa, como parece seguirse hoy de algunas doctrinas sedicentemente católicas. Es superación y vencimiento heroico de la existencia ordinaria y mostrenca, huera de virtudes y de batallas, hasta arrebatar el Cielo por asalto, como gallardamente se nos pide en las Escrituras. Es marcha ascendente que no cesa ni concede reposo, pues “el que asciende no cesa nunca de ir de comienzo en comienzo, mediante comienzos que no tienen fin”, según predicación de Gregorio de Nisa, que algo entendía de santidades.  Y la renovación aquí mentada, de la mano de Fray Luis, no es cambio, sino ratificación de lo permanente; como se renuevan las promesas del bautismo, o la fidelidad entre los esposos, o el vino fresco en odres viejos.

      Quédese Jesús entonces, quintamente nacido en nuestras almas; y “aguardemos en la Iglesia la gracia de la perseverancia final y de la recompensa de Dios, su Padre, por las obras buenas realizadas con su gracia en comunión con Jesús”. Otra vez, podemos volver a Trento para recordarlo(Dz.1576).

      Pero este nuevo Adviento que vivimos, bien permitiría contemplar ese segundo nacimiento, de quien –por Hijo- tanto gusto en nacer manifiesta. Nació de la Madre Virgen, según la naturaleza humana, temporalmente, le escuchamos decir a Fray Luis. Misterio de la Encarnación del Verbo, ante cuya lumbre –que eso es el misterio- más valdría enmudecer las palabras humanas por respeto a la sacra inefabilidad. Más valdría hacer silencio, porque en medio del silencio de la Noche nació la Palabra, y porque la Virgen Santísima es Madre Muda del Verbo que calla.

      Digamos apenas lo que desde siempre se dijo. Que en el cuerpo de Jesús, Dios que era invisible en su naturaleza se hace visible. “Id quod fuit remansit et quod non fuit assumpsit”, canta la liturgia romana : « permaneció en lo que era y asumió lo que no era ».

Digamos apenas lo que no debe dejar de decirse: que en aquel establo –de una pobreza genuina que no saben retratar los sociólogos sino los pastores y los ángeles- se manifestaba la gloria del mundo. Desde entonces, hacerse niño es la condición para entrar al Reino; abajarse, empequeñecerse, filiarse al Verbo Encarnado. Feliz y admirable intercambio –admirabile commercium, dice la Liturgia de las Horas-  por el que Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios.

      Bien pudo escribir Bernárdez -precisamente en pleno Adviento y extasiado frente al milagro de la Nochebuena en que el Todopoderoso toma las formas frágiles de un niño desvalido- que Dios se le hacía hijo en tales circunstancias. Las mismas en que no podía dejar de considerar con temor el desenlace de su propia vida, ni el tiempo irrevocable del fin de los siglos:

“Y te pido que nunca

me abandones, Dios mio;

que renuncies a todo

por quedarte conmigo:

que te tenga en mis brazos

como ahora, dormido,

y que no te despiertes

hasta el fin de los siglos”

      Y Alfredo Bufano, mirando filialmente a la Virgen en el desvelo de la Navidad, asoció dos ideas, naturalmente vinculadas: la “humilde y sosegada primavera de quien nació la flor más bella y pura”, y el fin irremediable, cuyo consuelo es saber que aún después de él, podrá vérselo al Señor en plenitud de majestad. “Y hazme dormir para que pueda verte”, dijo entonces el poeta. O Gonzalo de Berceo, cuando en su espléndida composición “De los signos que aparecerán antes del Juicio”, a la par que describe con maestría las señales postrimeras de “gran pavura”, trae a la memoria la dicha inmensa que “los ángeles del cielo ficieron un día” en el pesebre de Belén.

      Quédese Jesús al fin “segundamente nacido” en nuestras almas, y ante el milagro de la Navidad, digámosle a María:

Andabas por las calles nazarenas,

tallo enhiesto de Dios,eterno verde.

A tu paso los ángeles celestes

levantaban ojivas de azucenas.

Soñando con el Rey de los Amores

-desde Belén al Centro del Calvario-

tu vientre cobijaba los milagros,

tu corazón presentía los dolores.

A tu sombra la luz se deshacía

en salmos de alabanzas y loores,

y el agua del arroyo se olvidaba

el hilo del camino que seguía.

Madre de Dios, María, Flor de flores:

no nos niegues un día tu mirada. 

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